Hay dos “cartas de una desconocida" (sin pie de nota, léase alusión a Stefan Zweig) que tengo que escribir. Una es para ti; la otra es para él; ninguna de las dos tiene que ver con el tercero en discordia, ni
conmigo ni con nada que me revuelva más el estómago o lo visceral
que el Trapiche Malbec. Así que empiezo contigo, por qué no. Ya que
en teoría habíamos quedado esta tarde para escribir, empiezo
contigo y con las proyecciones, con los trávelings hacia atrás del
cine negro, con que te crees Hitchcok haciendo un primer plano de
mis intuiciones, con que deletrear tu apellido es gracioso, con que
me acordé el otro día precisamente de ti y precisamente de tu
apellido en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, con tanto
cartel político colgando, y los desaparecidos colgando, y el péndulo
de Foucault colgando, como si todo fueran apéndices, apéndices de
mi misma y de vidas pasadas que no sé porqué coño tengo que
revivir ahora en este cuerpo que experimenta como en un
Cheminova las combinaciones químicas que todavía no se le han
ocurrido mezclar. Y llegas tú con tu niebla, tu nube o tu chacarera, como
quieras llamarle. Con tu “vamos a decir metáforas para evitar lo
evidente”, con tus lemon pies de otras mellando en mi debilidad
primaria. Y ya no quiero hablar de ti porque en el autobús de camino
a casa he pensado tanto en la película que podríamos rodar juntos
que he llegado a nuestra tumba y todo ha sido tan rápido que he
estado a punto de pasar de largo mi parada de Ángel Gallardo y Corrientes. Digamos que esta
conversación de Boris Vian y del tiempo en el hilo narrativo ha sido
un simple relato -microrelato- dentro de mi mente. Que tengo un Leon Tolstoi que
vomita Anas Kareninas desde Villa Urquiza a Parque Centenario y que
la estructura novelada que he visualizado es tan tú y tan yo que
sería imprescindible escribirla entre los dos porque a mi sola me
queda muy grande. Y tú y tú y tútú. La concepción de la amistad
nunca me había parecido tan amplia. La acepción del beso, una oda;
el adiós como cuchilla, un 71 arrollado por el tren.
A él le dejo para mañana. A él, que
carece de todo pero con su nada me ahoga. Cada vez odio más hablar
sin decir las cosas claras. Cada vez odio más a los poetas. Y estoy
harta de no entrar en ninguna casilla, ni siquiera en el código
postal de la poesía sincera.
A ver si me llega esa carta. A ver si
escribimos el relato del que te acabo de hablar en algún rato
perdido, como ejercicio intelectual, sin más: sin ningún vínculo
que nos ate a nada.
Y después de eso, volar. Teclear sólo
textos útiles que promuevan el comunismo libertario. Dejar de ser
una para ser todas mis “yo”. Narrativa y poesía social como
superación del individualismo. Exaltemos la otredad. Y seguir
sintiendo que eres amigo antes que padre, que hermano, que poeta.
Por cierto, a colación del inicio: la
verdadera “carta de una desconocida”, es el terror que siento al
empezar a escribir. Porque todas las letras que vendrán detrás, no
serán sino una crítica a mi presente conocido. Espérame, él.
Espérame que llegará el día...
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