08 septiembre 2012

Sin revisar


 Hay dos “cartas de una desconocida" (sin pie de nota, léase alusión a Stefan Zweig) que tengo que escribir. Una es para ti; la otra es para él; ninguna de las dos tiene que ver con el tercero en discordia, ni conmigo ni con nada que me revuelva más el estómago o lo visceral que el Trapiche Malbec. Así que empiezo contigo, por qué no. Ya que en teoría habíamos quedado esta tarde para escribir, empiezo contigo y con las proyecciones, con los trávelings hacia atrás del cine negro, con que te crees Hitchcok haciendo un primer plano de mis intuiciones, con que deletrear tu apellido es gracioso, con que me acordé el otro día precisamente de ti y precisamente de tu apellido en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, con tanto cartel político colgando, y los desaparecidos colgando, y el péndulo de Foucault colgando, como si todo fueran apéndices, apéndices de mi misma y de vidas pasadas que no sé porqué coño tengo que revivir ahora en este cuerpo que experimenta como en un Cheminova las combinaciones químicas que todavía no se le han ocurrido mezclar. Y llegas tú con tu niebla, tu nube o tu chacarera, como quieras llamarle. Con tu “vamos a decir metáforas para evitar lo evidente”, con tus lemon pies de otras mellando en mi debilidad primaria. Y ya no quiero hablar de ti porque en el autobús de camino a casa he pensado tanto en la película que podríamos rodar juntos que he llegado a nuestra tumba y todo ha sido tan rápido que he estado a punto de pasar de largo mi parada de Ángel Gallardo y Corrientes. Digamos que esta conversación de Boris Vian y del tiempo en el hilo narrativo ha sido un simple relato -microrelato- dentro de mi mente. Que tengo un Leon Tolstoi que vomita Anas Kareninas desde Villa Urquiza a Parque Centenario y que la estructura novelada que he visualizado es tan tú y tan yo que sería imprescindible escribirla entre los dos porque a mi sola me queda muy grande. Y tú y tú y tútú. La concepción de la amistad nunca me había parecido tan amplia. La acepción del beso, una oda; el adiós como cuchilla, un 71 arrollado por el tren.

A él le dejo para mañana. A él, que carece de todo pero con su nada me ahoga. Cada vez odio más hablar sin decir las cosas claras. Cada vez odio más a los poetas. Y estoy harta de no entrar en ninguna casilla, ni siquiera en el código postal de la poesía sincera.

A ver si me llega esa carta. A ver si escribimos el relato del que te acabo de hablar en algún rato perdido, como ejercicio intelectual, sin más: sin ningún vínculo que nos ate a nada.

Y después de eso, volar. Teclear sólo textos útiles que promuevan el comunismo libertario. Dejar de ser una para ser todas mis “yo”. Narrativa y poesía social como superación del individualismo. Exaltemos la otredad. Y seguir sintiendo que eres amigo antes que padre, que hermano, que poeta.

Por cierto, a colación del inicio: la verdadera “carta de una desconocida”, es el terror que siento al empezar a escribir. Porque todas las letras que vendrán detrás, no serán sino una crítica a mi presente conocido. Espérame, él. Espérame que llegará el día...

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