28 junio 2007
Quemando etapas
Mañana empieza una vida nueva. Siempre una vida mejor. A eso se le llama optimismo; a lo que dejo atrás, pasado.
Me voy de Madrid. ¿Punto y aparte?
21 junio 2007
La muerte de Margarita Barquillo (II)
Juan era repartidor de bombonas de oxígeno. De enormes, pesadas e interminables bombonas que tenía que transportar diariamente, y a pulso, a domicilio. Las más pequeñas, con una semana de duración, rondaban los 70 kilos. Las más grandes, los 100. Estaba harto de las malditas bombonas. Siempre que llegaba a alguna casa, llamaba por el interfono y, al escuchar el habitual “¿quién es?”, repetía casi sin pensar, “el del oxígeno” de una forma tan patética que hacía tiempo que había perdido su significado. Juan Argüelles era conocido como “el del oxígeno” por un número mayor de gente de la que sabía su nombre y apellidos. La verdad es que estos últimos no eran muchos. Más bien se podría decir que Juan estaba prácticamente solo. No es que eso le importase demasiado ya que él nunca había sido muy sociable, pero, cuando se ponía a pensar en ello, descubría, no sin cierta rabia, que probablemente, si algún día desapareciera del mapa, las únicas personas que le echarían de menos serían aquellas que le conocían con el sobrenombre de un gas. Por eso probablemente seguía acudiendo todos los días a la misma cafetería a pesar del café frío. Al menos, Marisa le llamaba por su nombre.
Las personas a las que solía ir a repartir eran, por lo general, enfermos y ancianos enfermos. Había en particular una clienta a la que Juan odiaba casi tanto como a las malditas bombonas. Su nombre era Margarita Barquillo y, a juzgar por “el del oxígeno”, a simple vista, no tenía pinta de necesitarlo. Era una mujer enjuta, de unos 80 años pero bien conservada, pensaba Juan. No parecía estar mal de salud, al contrario. Tenía una voz desagradable y chillona que simulaba estar obligando continuamente a quien la escuchaba. Además, en vez de la chica joven que trabajaba en la casa, una tímida chica ecuatoriana, siempre era Margarita quien respondía al interfono y le recibía en la puerta. De ningún modo parecía necesitar reposo en la cama a pesar del dolor crónico del pecho y malestares de los que siempre se quejaba a voz en grito, arrastrando unos lastimosos gemidos que Juan ya oía retumbar mientras subía por el ascensor.
“¡Cómo has tardado hoy! A ti no te importaría que me muriera, no. Si es por ti, ya puedo estar aquí agonizando durante toda la mañana”, le espetó un día la Barquillo, o la “vieja asmática”, como la llamaba, quizá por venganza, “el del oxígeno”.
19 junio 2007
La muerte de Margarita Barquillo (I)
Margarita Barquillo nunca había tenido amigos, ni novios, ni amantes. Sólo un hermano alcohólico y despreocupado del que cuidar, aunque realmente nunca ejerció el papel de hermana abnegada que ella recalcaba siempre que tenía la ocasión. La única persona de la que se había preocupado en toda su vida era ella misma, pensaba Nereida para sus adentros cada vez que a la Barquillo le daba por ir de madre Teresa. Si hay que ser jueces de esta historia, nadie negaría que la pobre Nereida era demasiado buena para los dos hermanos. Algunas veces, mientras Margarita, voz en grito, le ordenaba planchar mejor las camisas de José, Nereida pensaba bajito en si los vecinos estarían escuchando las órdenes tan estridentemente como ella. Era de Ecuador, tenía 23 años y un peso grande en el pecho que no se iría sino con los papeles y el posterior abandono de la casa de los Barquillo. Pero de momento tenía que aguantar, o al menos, eso creía ella inocentemente. Muchas noches soñaba con matarla. A José le dejaría en paz. No soportaba la visión de su baba cayendo mientras le daba de comer, ni su olor a alcohol rancio, pero, a pesar de todo, ambos tenían una cosa en común: odiaban a Margarita. Sin embargo, a ella, pensaba Nereida en sueños, la mataría sin remordimientos una y otra vez. ¿Quién la iba a echar de menos? Nadie. Ni siquiera su hermano, de eso Nereida estaba bien segura. Le clavaría el cuchillo de cocina tantas veces como hiciera falta para que esa maldita vieja dejase de gritar y de comportarse como la dueña del mundo. Había días en los que realmente no podía más. Y ese domingo, bendito domingo, era uno de esos días.
17 junio 2007
indiferencia
me da igual pintar los colores porque la lluvia puede con todo,
puede con todo y los borra a medida que los pinto
los arrastra calle abajo formando charcos de crema
la lluvia puede con todo
con mi ínclita sonrisa de grapas, con las pisadas solitarias del metro,
puede con este palpitar que ni siquiera es mío
con las palabras que sólo se piensan, con aquellas que jamás decimos
me da igual este arco iris que no termina de descansar en el cielo
nube a nube cayendo espesa, vomita la lluvia sobre el pelo mojado
y me da igual porque no me importa el reposo, porque mato el conformismo
porque puedo caminar sólo si quiero para después decir que lloví descalza
no me importas tú ni el diluvio que te anuncia
no me importas tú ni las disculpas desbordadas
desde el principio de un nuevo vacío, marco el fin de los amores tormenta
14 junio 2007
extirpar
La confianza se quiebra desde el vientre, sembrando castigo para curiosas sin remedio, deshaciéndose, tan rápida, tan juez del que llora
Desconfío de la certeza que regalan los minutos
De las emociones en rebajas prometiendo sin cartera
Desconfío desde la sangre que me aconseja anciana
Que me exige de inmediato una matanza,
Un doliente genocidio de ilusiones
07 junio 2007
Re-cortada
Atalaya llegó a casa y cerró la puerta de golpe, como queriendo dejar fuera con aire indolente todo lo que tuviera que ver con el exterior. Lanzó el sombrero al sofá de la entrada y, de camino a la cocina, decidió dejar de pensar durante esa noche.
En la calle hacía frío. Una temperatura poco corriente para principios de septiembre. Mientras abría la nevera, Atalaya recordó la voz del hombre del tiempo el día anterior anunciando una ola de frío. Se encogió de hombros y abrió el brick de zumo de melocotón y uva del Día. “Por mi como si graniza: no pienso salir...”. Eran sólo las 9 de la noche, estaba sola en casa y lo único que le apetecía de veras era comer chucherías y ver una peli... Sonaba tan típico que le entraron ganas de llorar.
A Atalaya le gustan las gominolas rojas. No sabe porqué, pero solamente le gustan rojas. Es consciente de que todo es cuestión de colorante, pero no puede evitar sentir un sabor diferente si se lleva a la boca una gominola que sea de otro color. El verde, por ejemplo, siempre le sabe a manzana; el azul, a piña... Un día decidió que el rojo era el que más le gustaba de todos. Según Atalaya, es el que sabe a más cosas a la vez. Así que, para iniciar su tranquila noche de viernes, bajó a la calle dispuesta a comprar una bolsa repleta de deliciosos dulces rojos. De pequeña, la primera vez que escuchó la expresión “endulzar la vida”, lo creyó tan literalmente, que está convencida de que eso sólo se consigue espolvoreando azúcar regularmente por la cabeza o, en su defecto, comiendo gominolas rojas. Si siempre le había funcionado, esta vez no podía fallar.
En ese mismo momento, una motocicleta azul está esperando a que cambie el color del semáforo en la calle Ríos Rosas. En cuestión de segundos, esa misma motocicleta girará hacia la derecha por Ponzano y en el paso de peatones atropellará a Atalaya Sinabrigo. El momento del siniestro sucede, exactamente, a las 21.04, según advertirá más tarde al SAMUR una pareja de ancianos que paseaban a su perrito por la calle. “Pobre chica, se quedó allí tirada como muerta”, se lamentaba la viejecita mientras acariciaba al animal.
05 junio 2007
historia de una noche
Cogió la mochila y salió a la calle. Había quedado en el dos de mayo con Clara y llegaba tarde así que decidió entrar en el metro. Como tenía 3 paradas por delante sacó un libro y se puso a leer. Odia los momentos muertos en el tren. Al salir a la calle recibió un mensaje. Era de su amiga. Se había encontrado con Marcos en el parque y lo sentía mucho pero se iba a ir con él porque tenían mil cosas que aclarar. Miró el reloj. Eran sólo las 10.30 y en la salida del metro de Tribunal ya había gente esperando. "Todo el mundo queda aquí" pensó mientras miraba a los grupos de jóvenes con las típicas bolsas del súper llenas de calimocho. La calle estaba bastante llena. No reconoció a nadie y siguió camino del dos de mayo, "aunque sea por darme un paseo", pensó.
Fue bajando la calle la Palma cuando le vió. Estaba dentro de un bar, sentado en una mesa que daba a la ventana... sólo. Se puso nerviosa y se paró en seco. Como tardaba demasiado en decidirse a entrar, estuvo a punto de dar media vuelta, porque no soporta enfrentarse a este tipo de situaciones sin espontaneidad. Terminó entrando. Al fin y al cabo, no iba a dejar pasar la oportunidad.
Él era muy tímido y no se dijeron gran cosa el uno al otro. Se limitaron a mirarse con una sonrisa estúpida en los labios y, después de una cerveza, se fueron a esconder a otro bar con bastante más ruido y menos luz. Fue entonces cuando comenzó el juego en el que él se esconde y ella le llama. Cayeron caricias derretidas, bailaban cada vez más cerca. Al cabo de unas horas estaban tan borrachos y había pasado tanto tiempo, que ella no recordaba bien el camino hasta su casa cuando cerraron el garito y salieron a la calle. Lo que sí recordó una vez en ella fue el tacto de su espalda, el olor de su cuello. Tras todos esos meses no había olvidado la presión exacta que sus manos, fuertes y amplias, ejercían sobre su cadera, ni esa forma de follar que le hace irresistible, ni los ojos azules de naúfrago. Más tarde, mientrás él dormía, se dedicó a memorizar su cuerpo, blanco y perfecto. Aprendió las líneas y curvas, excitántemente exactas que bordean su torso y aspiró el borde de sus labios, rozándolos levemente con la lengua.
A la mañana siguiente ella le besó con un beso de despedida que contenía todos los besos inventados. Se lo dió despacio pero sólo le dió uno. Era un beso triste. Quién sabe cuándo se volverán a ver.
estoy megalcohólica
Retornar a la melancolía siempre es dulce. El camino de vuelta se hace cada vez más familiar mientras la sensación de nube se apodera del espíritu. Pero la dulzura que transmite la melancolía no sabe a caramelo. Es una dulzura espesa y se agarra al estómago con fuerza. Su poder es tan intenso, que anega el paladar y prohíbe otros sabores mientras permanece en él. Qué camino tan interesante el recorrerse a una misma. Camino de ida y vuelta.
después robar la cama, ser princesa de sólo un cuento, abrirme a las dudas con rabia
y pasear por las ventanas que acecho, asomándome al balcón del deseo como quien mira el mar en un cuadro,
sentirme pequeña de regaliz cada vez que pierdo la mirada en las vías...
matando, inocente, corazones con las manos
y saberme errante camino al Hades
con un puñal de melancolía arañando el pecho