Esta mañana he salido a hacer la compra. Primero he ido a sacar dinero al cajero del final de la calle y, al llegar a la puerta, he visto dentro al sin techo que suele refugiarse ahí los fines de semana tapado de la cabeza a los pies con una manta. Siempre me resulta incómodo encontrarme con él, aunque no estoy segura de si es el mismo, porque siempre está totalmente cubierto. Me siento culpable al perturbar su sueño para obtener, precisamente, algo de lo que él carece: dinero. El remordimiento se transforma en esa manta sucia, cobra vida y me arropa en el cajero del mismo modo que arropa al indigente. Encuentros en el umbral de la justicia.
He abierto la puerta del banco y me he acercado al cajero automático. No sabía si el hombre estaría dormido o no. Fuera hace un frío horrible. El día no puede estar más gris. Mientras espero que la máquina termine de expender el dinero le oigo toser. Está despierto. A lo peor enfermo y, desde luego, solo. Me siento fatal. Me gustaría acercarme y preguntarle si necesita algo pero ni siquiera le veo el pelo asomando por la manta, así que, egoísta o solidariamente, le dejo tranquilo. Pero cuando salgo a la calle me doy cuenta de que él sale también conmigo, no se despega de mi mente. Su fantasma se ha puesto a caminar a mi lado narrándome su vida y me explica cómo y porqué ha terminado durmiendo en el cajero del final de la calle. Estoy pensando en comprarle algo caliente de beber y, aunque sea, dejárselo al lado con un simple “buenos días” y marcharme con mi remordimiento a otra parte.
Me alejo pensando en la marginación, en estos “puntos de acceso” a los agujeros institucionales. Me aterra pensar en la capacidad que tenemos los que estamos “dentro” para hacer ojos ciegos ante la realidad. Para obviar rostros y mantas. Las personas olvidadas e invisibles son olvidadas e invisibles sólo para que nosotros podamos continuar nuestra vida sin variar ni un ápice de la rutina occidental. Imagino una bolsa llena de canicas, y cada canica un acto, y cada acto, algo prescindible de lo que no queremos desprendernos. ¡Qué bien funciona el sistema!
Antes de cruzar el paso de cebra, a tan sólo 50 metros del cajero, veo en la esquina al señor que, casi todos los días, excepto los de lluvia y alguna que otra ausencia, pide limosna sosteniendo un cartón que anuncia desgracias. Es increíble las horas que pasa ahí ese hombre, de rodillas, con el cartón en la mano y barba de una semana. Si hace frío, se revuelve en su bufanda y sus ojos miran más despacio. Cuando hace calor, sonríe más, o más tristemente. Suele tener a su lado una pequeña radio y a veces está sentado sobre una endeble sillita de playa que parece chirriar desde su injusta posición. Le dejo unas monedas en la taza verde de metal y continúo camino del supermercado.
Sigo pensando en comprarle al hombre del cajero alguna de estas bebidas que se calientan solas o algo de comer... ¿Cómo hemos alcanzado este punto de desconexión entre unos y otros? ¿Cómo es posible que lleguemos a ver como extraño a alguien de nuestra misma especie? Goffman definió este comportamiento como “desatención cortés”: hacer ver que los otros no existen para no generar comportamientos de desconfianza: para pasar desapercibido.
Cuando llego al supermercado, está, como de costumbre, el chico negro que abre la puerta a la espera de una recompensa.. Me saluda sonriente, “qué tal, chica”. Tiene pinta de ser buen tío. La verdad es que es simpático y su enorme sonrisa genera confianza. Ahora, mientras recorro los angostos pasillos llenos de productos baratos y, probablemente, radioactivos, pienso en él abriendo y cerrando la puerta durante todo el santo día. Voy llenando la cesta, metiendo más canicas en la bolsa sin pensar muy bien en la responsabilidad que supone cada una de ellas. Efecto mariposa. Recuerdo que en la puerta del supermercado de más abajo hay otro hombre, de mediana edad y con rasgos centroeuropeos, desempeñando el mismo trabajo. Me gustaría conocer las relaciones que existen entre los sin techo y los mendigos, cuáles son sus normas internas como colectivo. Seguro que entre ellos tienen códigos que limitan su radio de actuación. “Tú, este supermercado, yo, este cajero”. Por eso Vlad, el acordeonista rumano que toca siempre canciones tristes debajo de mi portal, sólo se pone en la esquina del paso de cebra los días que, casualmente, no está el hombre de la taza verde. Vlad no lleva mucho en España y casi no habla castellano. Siempre me dice “no totontiendo” y le hacen gracia las pelotas naranjas de malabares.
Al salir del supermercado me quedan sólo un par de monedas, pero al final no le puedo llevar nada al indigente del cajero. El chico del super me abre la puerta y me para un momento. Me dice “ey, chica! ¿qué tal?”. Tiene ganas de conversación. Quiere saber dónde estudio y me pide dinero para comer. Le doy a él las monedas y me dirijo a casa cargada con bolsas llenas de canicas.
Qué momento más real.
He abierto la puerta del banco y me he acercado al cajero automático. No sabía si el hombre estaría dormido o no. Fuera hace un frío horrible. El día no puede estar más gris. Mientras espero que la máquina termine de expender el dinero le oigo toser. Está despierto. A lo peor enfermo y, desde luego, solo. Me siento fatal. Me gustaría acercarme y preguntarle si necesita algo pero ni siquiera le veo el pelo asomando por la manta, así que, egoísta o solidariamente, le dejo tranquilo. Pero cuando salgo a la calle me doy cuenta de que él sale también conmigo, no se despega de mi mente. Su fantasma se ha puesto a caminar a mi lado narrándome su vida y me explica cómo y porqué ha terminado durmiendo en el cajero del final de la calle. Estoy pensando en comprarle algo caliente de beber y, aunque sea, dejárselo al lado con un simple “buenos días” y marcharme con mi remordimiento a otra parte.
Me alejo pensando en la marginación, en estos “puntos de acceso” a los agujeros institucionales. Me aterra pensar en la capacidad que tenemos los que estamos “dentro” para hacer ojos ciegos ante la realidad. Para obviar rostros y mantas. Las personas olvidadas e invisibles son olvidadas e invisibles sólo para que nosotros podamos continuar nuestra vida sin variar ni un ápice de la rutina occidental. Imagino una bolsa llena de canicas, y cada canica un acto, y cada acto, algo prescindible de lo que no queremos desprendernos. ¡Qué bien funciona el sistema!
Antes de cruzar el paso de cebra, a tan sólo 50 metros del cajero, veo en la esquina al señor que, casi todos los días, excepto los de lluvia y alguna que otra ausencia, pide limosna sosteniendo un cartón que anuncia desgracias. Es increíble las horas que pasa ahí ese hombre, de rodillas, con el cartón en la mano y barba de una semana. Si hace frío, se revuelve en su bufanda y sus ojos miran más despacio. Cuando hace calor, sonríe más, o más tristemente. Suele tener a su lado una pequeña radio y a veces está sentado sobre una endeble sillita de playa que parece chirriar desde su injusta posición. Le dejo unas monedas en la taza verde de metal y continúo camino del supermercado.
Sigo pensando en comprarle al hombre del cajero alguna de estas bebidas que se calientan solas o algo de comer... ¿Cómo hemos alcanzado este punto de desconexión entre unos y otros? ¿Cómo es posible que lleguemos a ver como extraño a alguien de nuestra misma especie? Goffman definió este comportamiento como “desatención cortés”: hacer ver que los otros no existen para no generar comportamientos de desconfianza: para pasar desapercibido.
Cuando llego al supermercado, está, como de costumbre, el chico negro que abre la puerta a la espera de una recompensa.. Me saluda sonriente, “qué tal, chica”. Tiene pinta de ser buen tío. La verdad es que es simpático y su enorme sonrisa genera confianza. Ahora, mientras recorro los angostos pasillos llenos de productos baratos y, probablemente, radioactivos, pienso en él abriendo y cerrando la puerta durante todo el santo día. Voy llenando la cesta, metiendo más canicas en la bolsa sin pensar muy bien en la responsabilidad que supone cada una de ellas. Efecto mariposa. Recuerdo que en la puerta del supermercado de más abajo hay otro hombre, de mediana edad y con rasgos centroeuropeos, desempeñando el mismo trabajo. Me gustaría conocer las relaciones que existen entre los sin techo y los mendigos, cuáles son sus normas internas como colectivo. Seguro que entre ellos tienen códigos que limitan su radio de actuación. “Tú, este supermercado, yo, este cajero”. Por eso Vlad, el acordeonista rumano que toca siempre canciones tristes debajo de mi portal, sólo se pone en la esquina del paso de cebra los días que, casualmente, no está el hombre de la taza verde. Vlad no lleva mucho en España y casi no habla castellano. Siempre me dice “no totontiendo” y le hacen gracia las pelotas naranjas de malabares.
Al salir del supermercado me quedan sólo un par de monedas, pero al final no le puedo llevar nada al indigente del cajero. El chico del super me abre la puerta y me para un momento. Me dice “ey, chica! ¿qué tal?”. Tiene ganas de conversación. Quiere saber dónde estudio y me pide dinero para comer. Le doy a él las monedas y me dirijo a casa cargada con bolsas llenas de canicas.
Qué momento más real.
1 comentario:
Me ha gustado tu relato. Sí, es una buena descripción de esa "desatención cortés" de la que habla Ervin Goffman. Una actitud en la que todos los occidentales estamos inmersos, de una manera o de otra; y la mejor manera para cambiar de actitud es darse cuenta de ello. Así que enhorabuena a Goffman y a ti por el relato.
José Manuel Diez
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