02 febrero 2007

El misterio del guante azul

Esa mañana llegaba pronto a la facultad. Quería desayunar tranquilamente antes de la primera clase porque ya que me había despertado con ganas de ser responsable, no iba a faltar a primera hora echando mis deseos de renovación por tierra. Era el primer día de curso del nuevo año e ir a clase, aunque me pesara, era uno de mis buenos propósitos. Al salir del metro recogí el papel publicitario que me ofrecieron sin ni siquiera mirar qué tenía escrito. Di las gracias al repartidor que los lanzaba con redonda cara de amanecer y lo metí en el bolsillo. “Maldita propaganda”. Esperé en el paso de cebra a que el semáforo se pusiera en verde. A mi alrededor, una marabunta espera impaciente retomar el camino. Vaya agobio de multitud. Y me enciendo un cigarro pensando en el pobre trozo de papel y en su corta vida a manos de la marabunta nerviosa que lo ha cogido por puro reflejo y que lo ha tirado segundos más tarde por pura comodidad. La mayor parte de los pedazos de celulosa se han quedado desbordando la papelera de la salida del metro y tiñendo de azul el suelo. ¿A dónde irán a parar los papeles de la propaganda? ¿Realmente servirán para algo? Les dedico un breve pensamiento y rezo por su pronto reciclaje. De repente, un llamativo color azulado en el paso de peatones llama mi atención. El chico con gafas que está delante de mi aún tiene el papelito en la mano y, para mi sorpresa, no sólo lo conserva, ¡sino que lo está leyendo! ¡Ja! Increíble. Me pregunto de qué facultad será... Sonrío al darme cuenta de que hay una chapa en su mochila que dice “sígueme”. Tiene los pantalones rotos y del bolsillo de su chaqueta sobresale un guante. Cuando el semáforo cambia de color el chico de las gafas se pone a andar rápidamente. Se nota que tiene prisa. Yo creo que realmente ni siquiera estaba leyendo el papelito porque ha estado moviéndose incómodo todo el rato mientras esperaba cruzar. En cuanto la luz le da permiso sale despedido y atraviesa corriendo el paso de cebra. Por culpa de su exceso de prisa, se le cae el guante en medio del frío asfalto. Parezco ser la única que lo ha visto, o la única que ha dado importancia a la pérdida del guante. El caso es que me agacho y lo recojo sintiéndome por un momento una especie de heroína anónima.
Al levantar la vista, el legítimo dueño había desaparecido tras un autobús que arrancaba con un sonido que más bien parecía un lamento. El “sígueme” de la mochila me hacía sentir como en una historia policíaca. Me puse a correr esquivando el autobús: no podía perder mi objetivo. Además, era un guante desparejado y al fin y al cabo ¿qué hacía yo con un guante desparejado? Lo justo y lógico era que la pareja estuviera unida. Aparté de mi camino a un par de jóvenes maquilladas con buen pulso matutino y tras esquivar varios maniquíes más y alguna que otra cara enrojecida por el frío vi más adelante al chico de las gafas. Llevaba un abrigo de lana negro y una bufanda roja que se le escurría por el cuello. Le grité “Eh, eh!” pero no se giró. Se dirigía a mi facultad y le vi adentrarse en la cafetería justo a tiempo para no perderle de vista. Imaginarme la chapa de “sígueme” me hacía sonreír de nuevo mientras andaba sobre sus pasos. Pensé en que él era un conejo negro y yo una Alicia loca. Era un comienzo cuanto menos gracioso para un lunes por la mañana. La cafetería estaba casi vacía así que iba a ser fácil encontrarle: apenas habría unas mesas llenas. Al menos eso fue lo que pensé cuando el aire cálido del interior me lanzó en la cara el olor del primer café. Pero el conejito tenía más prisa de la que yo creía y no se detuvo ni a desayunar. No estaba en ninguna de las mesas. Aún no había casi nadie en la cafetería por lo que era fácil descubrir con sólo un vistazo que mi chico del guante solitario había pasado totalmente de largo. Es igual, pensé, tampoco habrá podido ir muy lejos. Fui a mirar al pasillo de los porros. No hubo suerte. Subí a las mesas de la segunda planta. Quizá había quedado ahí con alguien. Tampoco. ¡Pues menudo chasco! Aún quedaba un cuarto de hora para que empezaran las clases. “Tiene que estar por aquí cerca”. Pero no había ni rastro del chico en ningún piso. Ni una mísera flecha en el suelo, ni gato guía invisible... nada. Ni siquiera una rama rota en alguna triste planta de interior con hilo de bufanda roja incluido. Ahora tenía un guante entre las manos y sólo cinco minutos para apurar el café. Bajé a la cafetería y metí el guante en el bolsillo enterrándolo junto a mi mundo de las maravillas.
Nunca me habían gustado las máquinas de tickets de la cafetería pero esa mañana decidí que, definitivamente, las odiaba. ¿Por qué tenía que rechazarme siempre el billete de cinco euros? Cuando por fin se imprimió el ticket pedí con urgencia un “cafelito” al camarero esmirriado que mira con aire de guasa todo el día. No me importó que estuviera demasiado caliente. Esta vez me lo bebí de un trago y salí por la puerta directa a clase. De repente, el conejo sin guante me encontró a mi.
Era un poco más alto que yo, con la piel morena, delgado. Andaba arrastrándose lentamente, como si todo lo que llevase, una simple mochila con un “sígueme” impertinente y una carpeta, se le escurriera constantemente sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Bajo un desgastado sombrero marrón se le escapaban unos cuantos mechones oscuros.
“Hola, perdona, ¿tienes tiempo para hacer una encuesta?” Se subió las gafas y me miró con aire interrogante. ¿Tiempo? Pues a ver que piense. He estado buscándote por toda la facultad, casi me quemo la lengua con el café y voy a llegar tarde a periodismo especializado... ¡Por supuesto que tengo tiempo para hacer la encuesta! ¿O creías que me iba a marchar sin desentrañar el misterio del guante azul? Nos sentamos en las mesas de la cafetería. Abrió su carpeta y sacó tres folios grapados. La encuesta famosa iba sobre las aficiones de la juventud española y básicamente consistía en contestar preguntas relacionadas con mi tiempo de ocio y con cuánto dinero estoy dispuesta a pagar, como joven estudiante, por pasármelo bien.
Mientras el chico iba hablando repetía constantemente coletillas como “claro, claro” y "vaya, vaya" rascándose la frente. Estaba nervioso o era nervioso, no lo sé, pero yo tenía su guante en el bolsillo y todo me parecía muy divertido. Al acabar me dio las gracias. Normal, nadie quiere nunca responder encuestas y menos a estas horas. Seguro que yo era la primera víctima inocente del día. Miré cómo se levantaba y enrollaba su larga bufanda al cuello. Estaba a punto de comentarle el detalle de la pérdida del guante azul cuando echó un vistazo a su reloj de pulsera y se despidió atropelladamente. “Tengo mucha prisa, lo siento” y me quedé sola. No me dio tiempo a hacer nada. Ya había salido por la puerta de cafetería cuando me di cuenta de que ahora se había dejado la cartera encima de la mesa. Vaya. El conejo negro con reloj digital no sólo era rápido: era un verdadero desastre. Salí corriendo para devolvérsela pero ya no le encontré. Volví a la cafetería y me senté en la mesa. Parecía que este chico quería hacerme dar vueltas por todo Madrid hasta devolverle sus despistes matinales. Abrí intrigada la cartera en plan detective privada intentando resolver un crimen. Estaba llena de papeles. Igual de desordenada que la mía. Había varias tarjetas y carnets cada cual más curioso. Tenía desde un abono para el parque de atracciones hasta un carnet de socio de un club de jazz. Sin embargo, lo más curioso de todo, y que por poco creí estar loca cuando lo vi, era su DNI. Bueno, de hecho, era “mi” DNI. Sí, como lo cuento. Alucinante. Justo el mismo DNI que me robaron el verano pasado en aquel garito de Granada aparecía de repente dentro de la cartera del chico del guante. Todo aquello era muy raro. Estuve un tiempo sentada en la mesa pensando medio en trance. No me lo podía creer. Hasta que, por fin, llegué a una conclusión que explicaba al menos parte de los hechos. La rara historia del lunes dio un vuelco repentino y una enorme mandíbula gigante me engulló entera desde la cabeza a los pies. He aquí la cazadora cazada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Una historia genial...
es como uno de esos cuentos de final incierto que esconden tras la armonía de las palabras un bonito significado o quizá una especie de moraleja, y que bien podríamos sacarlo de la vida cotidiana de cualquiera de nosotros.
Me gusta que sobre pequeñas cosas, giren grandes historias, sino que le pregunten a ese guante azul...

Anónimo dijo...

A mí me pasó, y no tengo miedo en confesarlo, exactamente los mismo, igual, salvo que en lugar de un guante se trataba de un zapato castellano, y este suceso ha reeemplazado a Piolín en mis pesadillas.

Silvestre