
Sentir nuestro propio límite, no sólo el límite del cuerpo, sino la barrera que confina nuestra mente, es una sensación tan humana que me alivia saberme tan comprendida. Siempre he admirado la perfección de la naturaleza, su omnisciencia innata de la vida, en fin, esas ironías curiosas que te asombran a veces como la negación de la negación hegeliana o el significado del samsara hindú... El caso es que hoy he sentido esos límites palpándome por fuera y dentro del cuerpo, haciendo presión en varias direcciones, abordando mi pequeña y frágil embarcación con insistencia impertinente... Restricciones desoladoras de ser humano.
Sin embargo, Gea, en su impoluta y descarnada imperfección, funciona muy bien. Lleva demasiados millones de años haciéndolo sola, sin que nadie la dirija, como para que nosotros pretendamos corregirla en las últimas páginas del libro alegando nuestros pequeños defectos de fábrica. Sí, es cierto, tenemos miles de acotaciones físicas y mentales. Formamos parte de algo etéreo aunque no queramos darnos cuenta... Nos estamos creyendo dioses de nuestro destino y nos sentimos con derecho a protestar al descubrir nuestros propios límites... Lo curioso del tema, y aquí retorna esa idea deliciosa del devenir, es que esos frustrantes límites son a la vez tan desalentadores como necesarios. Tan producto de la naturaleza que no puedo evitar sonreír ante la imagen de los pequeños bichitos humanos protestando enérgicamente por algo que encima les ayuda a seguir vivos: las dificultades. Deberíamos estar agradecidos en el fondo por nuestros límites, por la oportunidad que nos brindan de superarnos... Límites que ahora me ahogan a mi por no sentirme capaz de lograr algo que deseo; límites a los que mañana tú dedicarás un segundo de resignación al saber que no has aprobado el examen; aquellos que ella maldice por impedirle viajar por amor; que provocan accidentes de coche con 2 muertos y 1 herido de los que conoces el nombre y la mirada; que te alientan a esforzarte más para obtener lo que anhelas... Límites necesarios para no disfrazarnos por completo de dioses, para podernos reconciliar con Gea y volver al seno. La frase de “dar un paso atrás para coger impulso” tiene tanto, tanto sentido en este momento...
Sin embargo, Gea, en su impoluta y descarnada imperfección, funciona muy bien. Lleva demasiados millones de años haciéndolo sola, sin que nadie la dirija, como para que nosotros pretendamos corregirla en las últimas páginas del libro alegando nuestros pequeños defectos de fábrica. Sí, es cierto, tenemos miles de acotaciones físicas y mentales. Formamos parte de algo etéreo aunque no queramos darnos cuenta... Nos estamos creyendo dioses de nuestro destino y nos sentimos con derecho a protestar al descubrir nuestros propios límites... Lo curioso del tema, y aquí retorna esa idea deliciosa del devenir, es que esos frustrantes límites son a la vez tan desalentadores como necesarios. Tan producto de la naturaleza que no puedo evitar sonreír ante la imagen de los pequeños bichitos humanos protestando enérgicamente por algo que encima les ayuda a seguir vivos: las dificultades. Deberíamos estar agradecidos en el fondo por nuestros límites, por la oportunidad que nos brindan de superarnos... Límites que ahora me ahogan a mi por no sentirme capaz de lograr algo que deseo; límites a los que mañana tú dedicarás un segundo de resignación al saber que no has aprobado el examen; aquellos que ella maldice por impedirle viajar por amor; que provocan accidentes de coche con 2 muertos y 1 herido de los que conoces el nombre y la mirada; que te alientan a esforzarte más para obtener lo que anhelas... Límites necesarios para no disfrazarnos por completo de dioses, para podernos reconciliar con Gea y volver al seno. La frase de “dar un paso atrás para coger impulso” tiene tanto, tanto sentido en este momento...
es curioso el cómo tendemos a hacernos ilusiones. De repente empiezas a hinchar el globo de la felicidad y antes de que te des cuenta es ya demasiado grande, comienza a elevarse por encima de los edificios y es imposible desincharlo si no es con una buena aguja de la desilusión. Me sonrío a mi misma al darme cuenta de mis propias historias de amor inventado y rehecho. ¿Cómo podemos a veces ser tan ingenuos para creernos nuestras propias historias? ¿Acaso no he aprendido aún a quitarme credibilidad cuando estoy triste? Parece ser que no. Pero el caso es que me resultan hasta cómicas mis elucubraciones basadas en la nada, en la simple intuición inexistente. Tengo entre mis manos un globo que lleva hinchándose unos cuantos meses a base de sueños y oráculos personales indefinidos: señales que sólo veo yo. De repente me he dado cuenta de que estoy echándo de menos a un fantasma que a penas conozco, del que sólo tengo vagas referencias y algunos apuntes mentales de días dispersos. De repente me apetece escribir sobre mi amor platónico secreto y le dedico unas líneas tangibles que ponen un punto y a parte a este devenir de sueños. El problema que esto acarrea es que en vez de hacerse más real, empieza a alejarse de mi. Demasiadas espectativas probablemente. A lo mejor después necesito una aguja enorme, pero los sueños siguen siendo gratis y tan bonitos que ya no sé qué opción es la mejor...



