Sin saber de qué, qué
De qué hablar-escribir-pensar que
resulta que son lo mismo sólo que con variación en el punto de
acción del emisor-receptor; que el lenguaje, el mensaje, está
intacto porque te hablo-te escribo-te pienso y de ahí al divorcio de
las letras sólo hay un paso que estoy vacilando si dar o no dar. Ya.
Salto. Casilla de la oca. Tengo la ficha roja y avanzo un 6 de los
dados benevolentes de la diosa del azar.
La ignorancia, sin saber de qué, qué,
va a una fiesta de disfraces vestida de filósofa presocrática, se
pone fina a cubatas y se acerca, felina, a hablarle a la inteligencia
con el pecho desnudo. Flechazo instantáneo. Están hechas para
romper la una a la otra en algo más íntegro. El cuadro solitario
que cuesta el salario completo de 10 familias durante todo un año
permanece colgado en la galería de arte sin saber de qué, qué.
Hay un pozo, un aljibe romano que
descansa bajo los cimientos de la casa de mis abuelos que, sin saber
de qué, qué, podría desencadenar una ristra de turistas
interesados en el románico aragonés haciendo cola para fotografiar
el pozo al lado de la ristra de chorizos, setas deshidratadas y
almendras que hay en la bodega familiar.
Y las cosas que sin saber de qué, qué
parecen calientes, lo son. Y mucho. Y si las tocas sin saberlo, te
queman. Mira: aquí está la marca, señal cicatriz que me hice sin
saber. Ahora lo sé, así que sólo toco cosas frías. Hielo, por
ejemplo. Y me visto con ropa térmica, eso sí.
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