La familia Peña se enteró tarde y mal de la muerte de la abuela Emilia. Cuando la policía les comunicó el fallecimiento llevaba ya muerta 13 días según datos aproximados del forense. En realidad, habían pasado 14 días, 10 horas y 26 minutos en el momento exacto en que la encontraron sentada en su sillón del fieltro verde mirando con la boca abierta la televisión encendida.
Fue Aurelio quien la descubrió al regresar un fin de semana casual a Cántaro. Iba de vez en cuando para hacer alguna barbacoa los domingos un poco por aburrimiento, un poco por nostalgia. Se había marchado de Cántaro a la capital, como tantos otros, a finales de los 70 y siempre que se acercaba al pueblo pasaba a ver a Emilia, la última cantareña que había insistido en permanecer allí a saber dios porqué razones. Ninguno en la aldea lo entendía, ni mucho menos, su familia, el resto de los Peña. Ahora, tras su muerte, el pueblo se quedaría definitivamente vacío. Cántaro o el esperado final de una muerte anunciada.
Al conocer la noticia, los restos vivientes de la estirpe de los Peña, papá Santiago, mamá Montse y su dos vástagos Marcos y Susana, se dispusieron a recorrer los 50 kilómetros que separaban la aldea de la capital. Enterrarían a Emilia en el pequeño cementerio, recogerían sus escasas posesiones y dejarían atrás, de una vez por todas, esas cuatro ruinas que componían el pueblecito, desvencijado y hundido por los años de abandono.
A lo largo de las últimas tres décadas, Cántaro se había ido vaciando como con un cuentagotas. Tarde o temprano todos los habitantes habían decidido recorrer esos 50 kilómetros en dirección a la ciudad sin volver la vista atrás, diciendo adiós para siempre a esa aldea pobre que ahora, desde la nueva autopista, más bien parecían graneros abandonados a su suerte, apiñados entre las carrascas para soportar el frío que sopla de la sierra.
El abuelo Juan Peña había muerto hacía ya nueve años y desde entonces Santiago insistía a su madre Emilia para que dejase el pueblo y se fuera con ellos, que “en la ciudad estaría mejor atendida, madre, que qué va a hacer tan sola en Cántaro, si ahí no queda nadie, sólo el viejo Serafín y usted”. Si hasta las calles, de no ser paseadas, habían comenzado a volverse monte, con hierbas que inundaban los adoquines de un verde parduzco, levantándolos del suelo como si fueran las lápidas vivientes de todos aquellos cantareños que se habían marchado, empujados por el hambre unos, por la curiosidad, otros, el resto por pura soledad.
Pero a pesar de esa soledad Emilia no cesaba en su obcecada decisión de permanecer y morir en Cántaro. Santiago lo achacaba a manías de vieja pero Emilia tenía sus motivos, más profundos de lo que su urbanita hijo pensaba. Cómo abandonar sin más el lugar que la había visto crecer, dejar atrás un espacio que bien podía ser su alma en forma de muros de piedra y pizarra. Cómo no volver a la fuente para rellenar la garrafa al despertar, abandonar así su paseo matutino, el que recorre acompañada por el aliento de Cántaro, en invierno que huele a frío y a nieve, en verano a lavanda y romero, “acompañada por mucho más de lo que se piensan, así es, que en Cántaro me arropa toda una vida y que a dónde voy yo ahora, tan vieja y tan cansada si no es a recordar lo bien que he vivido aquí, tranquilita, con mis cosetas del día a día y rediós la ciudad tan grande que marea, quita, quita que yo me quedo en Cántaro y se acabó”.
Pocos años después de Juan murió también Serafín y entonces fue cuando Emilia se quedó totalmente sola. Santiago iba a verla al menos una vez al mes para llevarle productos básicos, jabón, harina, azúcar, café, así como carne y verduras. Hacía ya casi una década que el economato y la tienda de ultramarinos de Ramona, que era estanco y bar a la vez, estaban cerrados. Emilia ya no tenía fuerzas para el huerto. Sólo conservaba sus geranios y gallinas, tan fuertes como ella, Emilia, el fantasma de moño blanco que se paseaba de noche por Cántaro hablando consigo misma y cien vecinos inexistentes. De vez en cuando Santiago obligaba a ir de visita a Montse y sus hijos, que accedían con desgana a pasar un fin de semana en la tétrica casa de la abuela. Una casa antigua de piedra que olía a alcanfor y leña, a años pesando en los cimientos, a fotos del pasado decorando la chimenea con un pálido blanco y negro de abandono.
Enterraron a Emilia un viernes y los Peña decidieron pasar el fin de semana recogiendo la casa, desechando lo inservible, prácticamente todo en su opinión y empaquetando los recuerdos para cerrar sin remordimientos la puerta a cal y canto y, probablemente, no volver nunca.
Aquel sábado encendieron el fuego en la chimenea y, bajo sus llamas escarlata, fueron sucumbiendo pedazos inconexos de la historia de Emilia, de la historia de Cántaro. Los recuerdos decían adiós en forma de volutas de humo y al ascender por la chimenea desaparecían en el aire mirando al pueblo desde las alturas, lamentándose por el descuidado estado de sus calles, por la única farola que permanecía indemne, reviviendo otros tiempos de fiesta en una plaza que ahora no existía, o la alegría que se respiraba en Cántaro los días de matanza y aquellos de cosecha, cuando Emilia regresaba del monte con su familia cargadas las alforjas de alfalfa para el ganado.
Así pasaron el sábado los Peña, con ganas de regresar a su rutina en el asfalto, dejar definitivamente atrás una casa y una vida que nunca fue suya y que, hasta aquel mismo día, continuaba siendo un lastre mitad de polvo mitad de vergüenza.
Se fueron a dormir pronto todos, a descansar sobre los pesados colchones de lana de casa de la abuela Emilia, aquellos de generaciones pasadas en las que un colchón de lana de buena calidad era la mejor herencia que dejar a un hijo.
El forense nunca supo la hora exacta a la que sucedió la tragedia aunque, según sus datos aproximados fue alrededor de las 2 y media de la mañana. En realidad sucedió a las 3 y cuarto. Lo que sí que está claro es que alguno de los recuerdos de Emilia debió permanecer encendido en la lumbre cuando los Peña se acostaron. Y que, a pesar de que Santiago comprobó que el fuego estaba apagado, una chispa curiosa debió querer despedirse de forma original de la casa, saltando hacia afuera y prendiendo fuego al sofá de fieltro verde de la abuela Emilia. Lo que sí está también claro es que el sofá sintió tanta pena que abrazó a la mesita de té con su mantelito de ganchillo blanco y que el mantelito, junto con la mesita y el sofá, decidieron terminar con todo de una forma particular y escarlata, como escarlata es el fuego cuando quema aquello que ha amado. En apenas 15 minutos las llamas habían ascendido hasta el granero y transcurrida una hora, sólo quedaban cenizas. Cántaro tenía prisa por desaparecer del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario