De repente, un día, la líneal de lo
“normal” terminó por desplazarse.
Lo que antes parecía seguro, lógico,
convergencia natural
se quitó la máscara impositiva,
se abrieron preguntas al mundo
y aparecieron las ganas de encontrar
respuestas propias.
Y para encontrar esas respuestas había
que arriesgar,
y para arriesgar hay que poner en juego
la vida
más allá de lo “que se supone”.
Porque el camino real comienza justo en
el límite
en el que se abandonan los supuestos
y se abraza el desequilibrio de uno
mismo con el mundo.
Estamos atravesadas por mares
permeables de autoridad, de violencia y sometimiento. Incluso al
bucear en el fondo del océano buscando la libertad como un tesoro
escondido bajo alguna galera atávica, se siente la presión de la
injusticia secular en el pecho.
Siglos esclavos que intentamos romper
en instantes de realidad a dentelladas.
No queremos solo un TAZ breve y
singular.
Queremos construir una casa y que la
rabia colectiva o la alegría generalizada nos encuentre con una
herramienta en la mano con la que apuntalar los cimientos de algo más
grande y duradero.
Queremos romper con la individualidad
del “casa-coche-hijos” y crear familias nuevas, vínculos
diarios, una red de apoyo cálida que se reconstruya y se repiense
constantemente. No hay que dar nada por sentado excepto la confianza
en lo mucho que nos queda por dar. Así que nos lo damos.
Porque la revolución de dentro se hace
con los de afuera. Porque para ser libres en esta cárcel de
individualidades, el camino es la manada.
Aullemos a la sonrisa irónica desde la
carcajada limpia. El eco de su cristal seguirá escupiendo semillas
rebeldes mucho después de que todo esto se haya esfumado.
Y si nos vamos de aquí, si la casa se
resquebraja, se convierte en polvo, se desploma sobre sí misma,
cuántas otras casas no nos quedan por habitar, por parir, por
decorar con detalles de convicción, con almohadas de pasiones. La
vida es todos los días. Quien nos dice que son planes de pensiones,
hipotecas y cuentas bancarias no tiene vida, solo un número de
prisionero amando su prisión.
Porque lo inseguro nos rodea. Es
absurdo no aceptarlo creyendo que tener un título de propiedad
inmobiliaria puede salvarnos de este puente de tablas podridas sobre
el abismo que es tener un corazón frágil que late hoy y quizá
también siga latiendo mañana.
La única seguridad que nos impulsa es
la respiración de ahora, la mano que acompaña, la coherencia del
menor impacto con la mayor repercusión, el bienestar colectivo, la
justicia construida, un almuerzo para compartir con aquellas a
quienes amamos.
Desde el esfuerzo, desde la duda, desde
la tolerancia, construyamos nuestra casa repleta de bártulos que
interpelen, de ruptura normal, de reproches a la Historia.
Construyamos nuestra casa y que entren para habitarla todos los seres
que avivan el fuego.
Que la línea de lo “normal” se
desplace en nuestra hoguera.
Que ardan los fantasmas y nos volvamos
más cuerpo entre estas paredes que nos enseñan y nos aman.