Estábamos atravesando el patio pero,
en realidad, el patio era el mundo y en el mundo caminábamos y en el
camino, lo enseñado y lo aprendido se fundían en algo mezcla de
piel y de lágrima que algunos llaman “experiencia” pero que a
mi, ahora, desde la distancia, ahora que el patio y la escuela son
sólo imágenes borrosas que presiento inventadas o espacios de otra
vida, de una que me afirman que tuve pero cuya veracidad no puedo
comprobar, me parecen simplemente un sueño.
Estábamos atravesando el patio y a
cada paso se desprendía de nuestras bocas una gominola de fresa. A
cada golpe, un rodar de canicas y los cromos que nunca giraban al
golpearlos con la palma hueca de la mano eran trofeos del mediodía.
Estábamos atravesando el patio y yo
buscaba pequeñas setas que no comí nunca entre las hierbas del
jardín y tú estabas subido a un castillo de hierro de esos juegos
infantiles que, cuando se es niño, despiertan la imaginación y a
los que -cuando se es niño- se asciende ágilmente por entre los
pequeños espacios que liberan, vacíos, las uniones de los tubos
perpendiculares. Estabas ahí con tu pelo rubio, el más rubio de
clase: pequeño, blando y audaz. Y quise subir contigo pero no pude,
o más bien pude aunque para llegar a ti tuviera que esperar todavía 20 años.
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