27 febrero 2014

poemas de invierno


Un poema de invierno debería ser rápido y conciso como resbalar en un charco helado, caer y quebrarse un hueso. 

Presa fácil

Telón pesado, rojo, concluyente.
Cae en escena como una dádiva celestial ocultando mi vergüenza a un público hostil: todo el público mirando con ojos de cera, lanzándome la caña como si fuera a picar el anzuelo, abriendo la garganta con inocencia gutural.

Para vivir en esta ciudad hay que convertirse en cucaracha

Se consume. El cigarrillo que es mi cuerpo se desgasta al mismo ritmo que crece mi mente. La ceniza me hace morisquetas porque el sol le da en los ojos y revela demasiada verdad. La luz, -rubicunda, despegada, única- revela la anarquía de los fotones en danza. Un auto se desliza, como esquiando, por la calle del Ruido, la calle de la Cosa, la avenida del Deseo y yo duermo sola en un puente sin portón. Orfanato paraísos y cielos huérfanos parapentes. Se abre la gotera, escapo y glup.
Penumbra es volverse todo sombra sobre el pene. Es dormir durante el día al levantarse, salir a la calle, abrir el cajón de la realidad, vestirse con su seda invisible y ser un zombi en la acera de los muertos vivientes. Un zombi más. De vez en cuando alguien lúcido te grita “mira por dónde vas” antes de que te caigas en alguna grieta fina, finísima, que decora el asfalto. La calle es flúor. Tiene colores imposibles, tiene furgones impenetrables, tiene todo menos vida.

Hemisferio sur

La tristeza siempre incluye a tres. No se puede ser uno a lo lejos del resto. Perdiendo o ganando kilómetros se logra que los gritos se vuelvan susurros. El solsticio sin piedad no sabe del solsticio compasivo. No sabe ni es socio de biblioteca alguna. No come pan porque no siembra trigo. Descubre en lo sucio un tintineo derretidor de uñas.

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