Un poema de invierno debería ser
rápido y conciso como resbalar en un charco helado, caer y quebrarse
un hueso.
Presa fácil
Telón pesado, rojo, concluyente.
Cae en escena como una dádiva
celestial ocultando mi vergüenza a un público hostil: todo el
público mirando con ojos de cera, lanzándome la caña como si fuera
a picar el anzuelo, abriendo la garganta con inocencia gutural.
Para vivir en esta ciudad hay que convertirse en cucaracha
Se consume. El cigarrillo que es mi
cuerpo se desgasta al mismo ritmo que crece mi mente. La ceniza me
hace morisquetas porque el sol le da en los ojos y revela demasiada
verdad. La luz, -rubicunda, despegada, única- revela la anarquía de
los fotones en danza. Un auto se desliza, como esquiando, por la
calle del Ruido, la calle de la Cosa, la avenida del Deseo y yo
duermo sola en un puente sin portón. Orfanato paraísos y cielos
huérfanos parapentes. Se abre la gotera, escapo y glup.
Penumbra es volverse todo sombra sobre
el pene. Es dormir durante el día al levantarse, salir a la calle,
abrir el cajón de la realidad, vestirse con su seda invisible y ser
un zombi en la acera de los muertos vivientes. Un zombi más. De vez
en cuando alguien lúcido te grita “mira por dónde vas” antes de
que te caigas en alguna grieta fina, finísima, que decora el
asfalto. La calle es flúor. Tiene colores imposibles, tiene furgones
impenetrables, tiene todo menos vida.
Hemisferio sur
La tristeza siempre incluye a tres. No
se puede ser uno a lo lejos del resto. Perdiendo o ganando kilómetros
se logra que los gritos se vuelvan susurros. El solsticio sin piedad
no sabe del solsticio compasivo. No sabe ni es socio de biblioteca
alguna. No come pan porque no siembra trigo. Descubre en lo sucio un
tintineo derretidor de uñas.
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