11 mayo 2010

Empiezan los cuentos

La casa de la abuela Emilia


La familia Peña se enteró tarde y mal de la muerte de la abuela Emilia. Cuando la policía les comunicó el fallecimiento llevaba ya muerta 13 días según datos aproximados del forense. En realidad, habían pasado 14 días, 10 horas y 26 minutos en el momento exacto en que la encontraron sentada en su sillón del fieltro verde mirando con la boca abierta la televisión encendida.

Fue Aurelio quien la descubrió al regresar un fin de semana casual a Cántaro. Iba de vez en cuando para hacer alguna barbacoa los domingos un poco por aburrimiento, un poco por nostalgia. Se había marchado de Cántaro a la capital, como tantos otros, a finales de los 70 y siempre que se acercaba al pueblo pasaba a ver a Emilia, la última cantareña que había insistido en permanecer allí a saber dios porqué razones. Ninguno en la aldea lo entendía, ni mucho menos, su familia, el resto de los Peña. Ahora, tras su muerte, el pueblo se quedaría definitivamente vacío. Cántaro o el esperado final de una muerte anunciada.

Al conocer la noticia, los restos vivientes de la estirpe de los Peña, papá Santiago, mamá Montse y su dos vástagos Marcos y Susana, se dispusieron a recorrer los 50 kilómetros que separaban la aldea de la capital. Enterrarían a Emilia en el pequeño cementerio, recogerían sus escasas posesiones y dejarían atrás, de una vez por todas, esas cuatro ruinas que componían el pueblecito, desvencijado y hundido por los años de abandono.

A lo largo de las últimas tres décadas, Cántaro se había ido vaciando como con un cuentagotas. Tarde o temprano todos los habitantes habían decidido recorrer esos 50 kilómetros en dirección a la ciudad sin volver la vista atrás, diciendo adiós para siempre a esa aldea pobre que ahora, desde la nueva autopista, más bien parecían graneros abandonados a su suerte, apiñados entre las carrascas para soportar el frío que sopla de la sierra.

El abuelo Juan Peña había muerto hacía ya nueve años y desde entonces Santiago insistía a su madre Emilia para que dejase el pueblo y se fuera con ellos, que “en la ciudad estaría mejor atendida, madre, que qué va a hacer tan sola en Cántaro, si ahí no queda nadie, sólo el viejo Serafín y usted”. Si hasta las calles, de no ser paseadas, habían comenzado a volverse monte, con hierbas que inundaban los adoquines de un verde parduzco, levantándolos del suelo como si fueran las lápidas vivientes de todos aquellos cantareños que se habían marchado, empujados por el hambre unos, por la curiosidad, otros, el resto por pura soledad.

Pero a pesar de esa soledad Emilia no cesaba en su obcecada decisión de permanecer y morir en Cántaro. Santiago lo achacaba a manías de vieja pero Emilia tenía sus motivos, más profundos de lo que su urbanita hijo pensaba. Cómo abandonar sin más el lugar que la había visto crecer, dejar atrás un espacio que bien podía ser su alma en forma de muros de piedra y pizarra. Cómo no volver a la fuente para rellenar la garrafa al despertar, abandonar así su paseo matutino, el que recorre acompañada por el aliento de Cántaro, en invierno que huele a frío y a nieve, en verano a lavanda y romero, “acompañada por mucho más de lo que se piensan, así es, que en Cántaro me arropa toda una vida y que a dónde voy yo ahora, tan vieja y tan cansada si no es a recordar lo bien que he vivido aquí, tranquilita, con mis cosetas del día a día y rediós la ciudad tan grande que marea, quita, quita que yo me quedo en Cántaro y se acabó”.

Pocos años después de Juan murió también Serafín y entonces fue cuando Emilia se quedó totalmente sola. Santiago iba a verla al menos una vez al mes para llevarle productos básicos, jabón, harina, azúcar, café, así como carne y verduras. Hacía ya casi una década que el economato y la tienda de ultramarinos de Ramona, que era estanco y bar a la vez, estaban cerrados. Emilia ya no tenía fuerzas para el huerto. Sólo conservaba sus geranios y gallinas, tan fuertes como ella, Emilia, el fantasma de moño blanco que se paseaba de noche por Cántaro hablando consigo misma y cien vecinos inexistentes. De vez en cuando Santiago obligaba a ir de visita a Montse y sus hijos, que accedían con desgana a pasar un fin de semana en la tétrica casa de la abuela. Una casa antigua de piedra que olía a alcanfor y leña, a años pesando en los cimientos, a fotos del pasado decorando la chimenea con un pálido blanco y negro de abandono.

Enterraron a Emilia un viernes y los Peña decidieron pasar el fin de semana recogiendo la casa, desechando lo inservible, prácticamente todo en su opinión y empaquetando los recuerdos para cerrar sin remordimientos la puerta a cal y canto y, probablemente, no volver nunca.

Aquel sábado encendieron el fuego en la chimenea y, bajo sus llamas escarlata, fueron sucumbiendo pedazos inconexos de la historia de Emilia, de la historia de Cántaro. Los recuerdos decían adiós en forma de volutas de humo y al ascender por la chimenea desaparecían en el aire mirando al pueblo desde las alturas, lamentándose por el descuidado estado de sus calles, por la única farola que permanecía indemne, reviviendo otros tiempos de fiesta en una plaza que ahora no existía, o la alegría que se respiraba en Cántaro los días de matanza y aquellos de cosecha, cuando Emilia regresaba del monte con su familia cargadas las alforjas de alfalfa para el ganado.

Así pasaron el sábado los Peña, con ganas de regresar a su rutina en el asfalto, dejar definitivamente atrás una casa y una vida que nunca fue suya y que, hasta aquel mismo día, continuaba siendo un lastre mitad de polvo mitad de vergüenza.

Se fueron a dormir pronto todos, a descansar sobre los pesados colchones de lana de casa de la abuela Emilia, aquellos de generaciones pasadas en las que un colchón de lana de buena calidad era la mejor herencia que dejar a un hijo.

El forense nunca supo la hora exacta a la que sucedió la tragedia aunque, según sus datos aproximados fue alrededor de las 2 y media de la mañana. En realidad sucedió a las 3 y cuarto. Lo que sí que está claro es que alguno de los recuerdos de Emilia debió permanecer encendido en la lumbre cuando los Peña se acostaron. Y que, a pesar de que Santiago comprobó que el fuego estaba apagado, una chispa curiosa debió querer despedirse de forma original de la casa, saltando hacia afuera y prendiendo fuego al sofá de fieltro verde de la abuela Emilia. Lo que sí está también claro es que el sofá sintió tanta pena que abrazó a la mesita de té con su mantelito de ganchillo blanco y que el mantelito, junto con la mesita y el sofá, decidieron terminar con todo de una forma particular y escarlata, como escarlata es el fuego cuando quema aquello que ha amado. En apenas 15 minutos las llamas habían ascendido hasta el granero y transcurrida una hora, sólo quedaban cenizas. Cántaro tenía prisa por desaparecer del todo.




10 mayo 2010

El renacer del poeta

Todo es un río limpio y calmo. Si pongo corazón, si me lanzo sin miedo al agua, si confío, abro los ojos, amplío horizontes. Crezco, crezco sin fin. Pongo la mano en el fuego porque me calienta. Muerdo la lengua porque así me vuelvo locuaz por dentro. Voy al grano y la simiente. Selecciono como pájaro aquella materia que nutre como sólo pueden nutrir las piedras. Ansío encontrar esta calma que ahora me riega en cada bocanada de aire fresco que llega a los pulmones. La frecuencia de la tierra me doma. Sé que soy un animal asustado y con prisa. La frecuencia más lenta de la tierra me pausa, me pone una nana en el corazón y me arrulla tan dulce que ya no quiero regresar a la ciudad y retornar a mi piel de ogro que busca, que busca insaciable. En la tierra encuentro. Cesa la búsqueda y me siento en paz.

La muerte del poeta

“Ser uno con el todo. Esa es la vida de los dioses y el cielo de los hombres” (Hiperión o el eremita en Grecia. Friedrich Hölderlin)


Llevo un tiempo practicando la sonrisa interna y ya no quiero hablar más de emociones. De repente, todo el camión de residuos emocionales que he ido acumulando a lo largo del tiempo, aunque sincero, me resulta poco práctico. Y el desligar la mente, el ser simple observadora participante de mi pantalla de televisión interna como si todo mi interior fuese una película, recobra un significado claro y conciso, como cuando de pequeña, al traspasar la franja de 3º de EGB, nos hacían decir adiós definitivamente al lápiz para dar paso al bolígrafo y al principio seguíamos usando el lapicero para después repasar en indeleble tinta el trabajo, y así, copiando 2 veces con seguridad evitábamos copiar 2 veces sin querer. Eso me está pasando ahora a mi con el corazón, que a medida que es más grande y yo más pequeña, más enorme es mi capacidad de empatía, mi amplitud de miras. Escribo con actos diarios en bolígrafo, abandono el lapicero y el doble trabajo que supone recalcar después lo vivido.
Está bien. Está bien así. Llevo un mes casi sin escribir poesía, apenas 5 poemas después de la avalancha de versos que me ahoga desde hace años. Se terminó el idilio, estoy cansada. Y ahora, para más inri, escribo a mano. Llevo un mes asistiendo a un curso de escritura creativa que, según mi joven profesor, está enfocado a la escritura profesional. Eso de profesional me suena a chiste. Yo simplemente quiero aprender porque no sé. Estoy en pañales. Y todo esto para decidir dejar de lado la poesía. Se acabó. Como se terminaron las historias de amor. He crecido y estoy harta de mi infancia de relaciones que me extraen de dentro lo que no me aportan desde fuera. La poesía que escribo tiene algo de egocentrista que me pesa y quiero amputarlo. Estoy cansada de reflejar con mis letras sólo un 25% de lo que vivo y siento. Soy más. Y la escritura también lo es. He comenzado a profundizar en la narrativa. Siempre creí que no valía y que, además, no tenía nada interesante que contar. Siempre me pareció un género mayor para el que aún no estaba preparada. Pero es el fin del dubitativo pesar de la eterna impúber. Soy una mujer. Ya he vivido mucho en un cuerpo y en un corazón. Ya he amado, deseado, odiado y tenido. Llega el abismo del encuentro: el reto de abordar la experiencia en forma de relato escrito.
Siempre deseé ser escritora pero los deseos son sólo papel del aire y yo deseo papel de tierra. Desde hace unas semanas pienso en relato y cada esquina de la ciudad me ofrece un cuento distinto. Escribo a bolígrafo pero ya no calco, no borro, sólo fluyo. Me siento ligera y dúctil, un zafiro desaprovechado por los versos intimistas de la poesía.
No sé, o no he intentado de forma firme, hacer poesía social. Seguro que sería pésima. ¿Qué será de mis críticas al capital sustentadas en forma de cuento? Démonos una oportunidad, abramos las compuertas sobre el cuaderno, como si una simple espiral de metal pudiera ser la llave hacia el infinito, hacia la fusión con el todo fuera de los contornos infantiles e inmaduros del cuerpo inmaduro e infantil. Hoy sueño porque soy y puedo dormir tranquila. Agradezco hasta el último aliento que el universo me brinda. Gracias por estar sola sobre mi manta de colores, con mi boli de maíz, con mi sonrisa de dentro que tan bien atina lo desconocido cuando confía en sí misma.
Confía, todo irá bien. Qué bien...
El aprendizaje no llega cuando lees o escuchas una idea nueva que te cautiva. El aprendizaje ni siquiera llega cuando deseas que esa nueva sensación pase a formar parte de tu mente y corazón. Llega cuando estás preparado y esa preparación es cuestión de tiempo. Del tuyo y el mio. TIC TAC.
Abre bien los ojos a las señales.

08 mayo 2010

Dejemos que la naturaleza haga su trabajo. Que reúna, asimile, se nutra, nos cuide. Que la primavera avance y el cielo se tiña de sol o luna según su ritmo elástico y sensible. Dejemos que los brotes surjan, que las semillas corran. Me gustan los pigmentos con los que pinto el mundo. Sobrellevar esta cesta de confianza y mimbre en la cintura, regalando agua, quemando viento.
Dejemos que el humo ascienda, que la raíz profundice. Aprender a amar el laberinto es tan necesario como aprender a comprender el laberinto porque a lo mejor lo más importante no es saber dónde se encuentra la salida. Porque a lo mejor la salida no fue sino solamente la puerta que nos impulsó hacia dentro. Entrañas y laberinto.
BluP. Me miro como pez que mira la burbuja que crea que creo que no miro sino lo que quiero ver a ratos, que las lentillas me conceden ojos nuevos o viejos de lentilla anual y la bruma se expande cada vez más nítida cada vez más bruma sobre el azul y las palomas cenicientas que ahora mismo me observan desde la terraza de enfrente la que está decorada con bambú y tiene móviles de conchas de esos que hacen música cuando las palomas cenicientas baten sus alas cerca generando brisa de ciudad del espanto del cemento de los lisiados de la plaza cataluña recordándome lo entera que estoy con mis brazos y piernas que se mueven cuando camino por la plaza cataluña y aquel chico del este que pedía en el metro a la salida de passeig de gracia y con el que fui a charlar y se empeñó en regalarme por mi triste euro un triste muñeco de goma que lo retorcías y ponía caras cara vez más feas y mientras él seguía retorciendo el muñeco aunque yo le repetía que no quería ese muñeco de goma y se encogió de hombros y me dijo que “bueno, vale, yo tiro a la basura” justo antes de que regresara el de seguridad haciéndole huir con su casa-mochila a hombros y dejando el muñeco de goma que lo retorcías y ponía caras feas totalmente huérfano y tirado justo al lado de la taquilla de venta de billetes venta venta venta compra compra compra la ciudad es un lugar caro y un tanto peculiar donde los buenos días también tienen precio y la gente se dedica a andar con una dirección muy clara clarísima porque todos saben exactamente donde se dirigen sus pasos y cuanto tiempo les queda para llegar a su destino justo como los trenes pero al revés porque los trenes tienen el metal por fuera y no esconden lo que son y la gente lo lleva por dentro y se esconde a sí misma de quien es. Patatas y judías con cebolla o cómo comer por un euro.

(re)nacer

"La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer."

Bertolt Brecht

nunca llueve a gusto de todos

Esta mañana una señora ciega me ha dicho que no me fíe tanto de la gente después de ayudarle a encontrar la calle que buscaba. Qué irónico.

drassanes

Fue un beso buscado, bonito, banal. Las “3 b” rodeaban a una pareja en la puerta del metro de Drassanes. Ella decía que se le escapaba el último metro pero ante todo no quería quedarse pegada a los brazos de aquel chico como una inocente mosca que juguetea sin saberlo cerca de un charco de superglue. Lo buscado, bonito y banal le vino de perlas para huir con la excusa de “quepierdoeltrenbuenasnoches”. Nada más bajar las escaleras, justo cuando sacaba el bonometro del monedero, una escuálida yonki que intentaba sin éxito cargar con su enorme maleta le pidió ayuda. Vaciló. Se le escapaba el metro, se le escapaba un beso que de tan rápido (apenas sintió cómo una lengua, húmeda y fresca rozaba la suya) no había sido vivido en realidad y ahora tendría que, probablemente, perder el tren para ayudar a la yonki de mudanza. “Pobrecica”, se dijo. Subió con ella el maletón hacia arriba, le devolvió las gracias, bajó corriendo las escaleras y cuando llegó al andén, efectivamente, el último metro se había ido de Drassanes dejándola tirada y con un beso buscado, bonito y banal recorriéndole la boca.

estoy a tiempo para todo

Para saltar rayuelas
Comer pegamento
Sellar mis labios
Contra todo menos
tu boca. Estoy a tiempo
Para todo.

frente a la playa

Todavía no he decidido si he regresado para olvidar o para recordarte. Porque todas las calles son tú o tú eres todos los rincones. Y mi sombra te acompaña o la tuya se detiene en los huecos y el vacío de estos pasos mudos de hoy, día de voto de silencio en la Barceloneta parlanchina.
Es un bálsamo el escuchar conversaciones ajenas mientras demasiados enamorados se descubren y pelean como hace no tanto tiempo tú y yo nos descubríamos y peleábamos en esta misma terraza, en Santa Marta, justo delante de todo lo feo y el mar.
Me han dicho que alguien me anda buscando y me ha parecido algo hermoso. Es una sensación que tranquiliza porque yo ya no quiero buscar más, que ya hurgué demasiado y demasiado mal en mil heridas de piel y llanto. Ahora prefiero que me busquen, que sean ellos los que se equivoquen o acierten conmigo. Los que me elijan, trabajen duro, los que sufran y me dejen.
No se está mal sola. Al menos cuando estás sola las palabras son palabras y sirven para algo. Nada más y nada menos que para lo que fueron inventadas: puro pragmatismo. “Quiero una cerveza y un sandwich de verduras, gracias”. Las palabras retornan a su origen en la soledad. Contigo eran lianas enmarañadas de una enredadera infinita. Por eso una frase llegaba a otra y moría en sí misma como un círculo de hojas verdes que me paseaban sin cesar. Ahora me llevan a algún lado, a un puerto discernible sólo con los ojos del corazón.
No sé si he regresado para olvidar o para recordarte. Hoy no hace ni frío ni calor en mis hombros que se tapan y desnudan al tiempo. Hace dos años de todo aquello y estoy celebrando nuestro aniversario de una forma entre dramática y patética. Tampoco busco nada moral, bueno o malo en pasear sin rumbo por aquellos escenarios de cartón piedra que acogieron nuestra leve e irreal historia.
Sentirse y estar. En estos momentos hasta parecer es lo mismo. Sentirse, estar, parecer sola. Mientras garabateo en el cuaderno, sobre el hule de flores estampadas en la mesa de la terraza de Santa Marta, esta es la única verdad que me envuelve: Me siento, estoy, parezco sola. Pero todo está bien. Sí, el sandwich es para mi, gracias.