27 febrero 2014

Barruntando

Este oleaje me llevará al naufragio. Cuatro tablas o quizá un beso serán mi salvación. Y ahí, en mitad de un océano creado medio por mi, medio por las dudas de los otros, empezará la expiación. Llegará el resplandor -quién sabe si de un horizonte acuoso o de uno de pan hecho de manos- y lo brillante será más mío, así como los tobillos solo pueden fortalecerse vagando por la arena. Esta tempestad será mi amiga. Tomaremos un mate juntas replegadas sobre miradas amantes. Que lo peor que le puede pasar a una gota es ser confundida por lágrima: ser malentendida. Cesará la cuerda. Llegará la calma chicha. La sopa boba dejará que me deslice unos años sobre ella mientras cavila una nueva rebelión. Nada es plano en un mundo tridimensional, ni las costas, a lo lejos, son lechos cálidos sino rocas de mármol donde reflejarse y perderse y ser isla.

Ratas al acecho

Congelarse.
En el acto visceral de mimetizarse con el entorno está la clave de la vida.
Y ahí espera la rata,
escondida a simple vista
Solo quieta, congelada.
Esperando que, si algo se mueve llamando al respiro, sea un algo externo que la exima de responsabilidades mayores cuando lo que está en juego es vivir para otra emboscada.
Casi sin inhalar. Que no entre nada nuevo y que lo conocido permanezca.
No hay prisa en el tornado de las presentaciones constantes entre las experiencias vividas, las comparadas y las puestas de nuevo en la alacena.
¿Arriesgarse? Moverse adelante y perder. Dejar todo a un lado y ganar el resto.
¿Qué hará la rata, qué los espantapájaros, dónde irá la corteza que nunca fue propia en el árbol en que crece?


Punto muerto.


¿O sigo viva por haberme detenido justo aquí? ¿Qué de vivo hay en mi condición de inmóvil?

Estas piedras que hay en los bordes de mi vientre se calientan al sol quieto y seco mi piel -por partes- en ellas. Y queman si me tumbo pero arañan las plantas de los pies cuando intento huir.

Zafiro

Nace en el núcleo caliente: piedra por encima.
Ahí donde luego toda lava se convierte en simple paisaje.
Rodeando, el que rodea.
Un envoltorio como abrazo imprescindible.
Nace en el núcleo que quema y se llama
-como todo lo inflamable-
a sí mismo “Amor” aunque no contenga nada.

Ser de cuarzo o todo lo entero de las verdades a medias.
Sube por la garganta mi propio estupor ante tanto desconsuelo.

Grava. Resbalo sobre ella como en un manto de bromas sobre la nieve.
Cuando caigo estallan las risas.

Hace meses que se decide cómo cocinar mi corazón.
La receta final: arrancarlo y comerlo crudo.

A quién le chorreará la sangre por los brazos mientras te saboree en la boca, cuando tropiece entre los dientes con la aorta, esa avenida central que lleva tu nombre, y todas las crujientes venas y los duros tendones, pequeñas plazas en las que me senté a mirarte sin que te dieras cuenta y que ahora son un festín de recuerdos masticados por lo que a nadie ya le importa.

Mi pecho vacío sigue palpitándote la ausencia.
Mi cuerpo resurge de las cenizas como un monolito descalzo: ojos zafiro.

Mapa pizarra: Remarcar con la tiza el perfil de la mano. Escupir agua tintada de pigmento natural sobre la palma extendida. Maravillarse con el resultado al apartar la mano de la pared.

Tenemos cinco dedos para amar
y una piel que chilla.

Mineral, compacto, geodésico.
Salud de hierro.
Pecho de calcio.
Mordisco en la arcilla.

Conciso

Hasta la roca más dura e inmutable cambia.
Tarde o temprano toda identidad se reformula, cualquier verdad se relativiza, la vida se asombra al descubrirse vida nueva.
Invoco a la paciencia de la piedra. Y después, con la pasión, hacer bálsamos.

Naufragando

Hubo un mar muerto de palabras que no supe leer.
Ahí quedó todo: flotando en la superficie.
Las olas lamían queriendo más cajas de Pandora,
más Ícaros inmolados
y yo y mi ilegibilidad danzando en la cubierta del ópalo.
Yo y tu dermis, nariz triangular o impás en la plegaria.
Yo y tu esfinge.
Que el tiempo ni el pálpito saben inocularte trasiego.
Trabajo descalza sobre tu vientre irregular.
Para seguridades ya tengo tu rostro.
No amar en tu idioma es lo mismo que buscarme entre líneas.

Interrogación


¿Qué pensarás de mi cuando el amor se agote como manantial perdido, cuando esta cascada por la que vierto a borbotones el anhelo de tus ojos termine por erosionarse a sí misma, gota a gota se fagocite y quede solo un hilo de miel que no conmueva, que no me ciegue del vendaval a la brisa?

Ruego

Pensaba que no me entendías: era yo balbuceando.
Los gateos, los dejavus o avatares físicos de llevarse el dedo a la boca pidiéndote son clamores para otros dioses.
No para un terrestre.
No para mi.
No para el resto de la tierra.

Plenitud que tiembla

No hay ninguna diferencia entre la soledad o la felicidad del compatir. Las dos son lo mismo si se viven con plenitud. Miro las luces casi apagadas en el techo. El rescoldo eléctrico, la huella fluorescente. Y qué más da el brillo malentendido si la comprensión nace de la oscuridad, de ese viejo trastero llamado "corazón" que se siente lleno estando solo pero finge alegría con abrazos extranjeros. El único idioma que habla lo habla con lentitud y se entiende igual entre lo que se da y lo que se pierde. Vuelvo a ti en lo perdido.
Me encuentro en cada rincón que anuda el pasado en este ritual de santería, desplumando gallinas y consuelos y discursos.

Ceguera


Podría encontrar consuelo en escribir desde otros ojos para cambiar el color de los míos, estos de iris de niebla. Pero es la pátina brumosa, será, la que hace que al final la mirada de lo escrito se vuelva -definitivamente- hacia lo visceral, agrietando mi córnea.

Resaca del río


Si yo soy la playa en que el mar insiste
En ti hay algo de espuma batida,
de golpe de arena,
de lento desembarco.
Si soy bahía o acantilado
Si marisma o delta
que sea tu proa la que adivine
istmos y barrancos por los que derrapa el agua.

De lo líquido a ser vapor,
mordiscos en pleno amerizaje.

Retornar con la marea queda más allá
de mi impotencia de orilla.

Un recipiente: sólo soy un recipiente.
Uno que respira ahogándose
robando instantes de vida al oxígeno mortal.

Murmullo de barro
que cincela mi seno y lo vuelve pesado
en el hueco de tu palma.

Dentro de la vulva, la perla.
Y olas y más olas reflotan el barco, el pescador, la astilla.

El día que llegaste


Estábamos atravesando el patio pero, en realidad, el patio era el mundo y en el mundo caminábamos y en el camino, lo enseñado y lo aprendido se fundían en algo mezcla de piel y de lágrima que algunos llaman “experiencia” pero que a mi, ahora, desde la distancia, ahora que el patio y la escuela son sólo imágenes borrosas que presiento inventadas o espacios de otra vida, de una que me afirman que tuve pero cuya veracidad no puedo comprobar, me parecen simplemente un sueño.
Estábamos atravesando el patio y a cada paso se desprendía de nuestras bocas una gominola de fresa. A cada golpe, un rodar de canicas y los cromos que nunca giraban al golpearlos con la palma hueca de la mano eran trofeos del mediodía.
Estábamos atravesando el patio y yo buscaba pequeñas setas que no comí nunca entre las hierbas del jardín y tú estabas subido a un castillo de hierro de esos juegos infantiles que, cuando se es niño, despiertan la imaginación y a los que -cuando se es niño- se asciende ágilmente por entre los pequeños espacios que liberan, vacíos, las uniones de los tubos perpendiculares. Estabas ahí con tu pelo rubio, el más rubio de clase: pequeño, blando y audaz. Y quise subir contigo pero no pude, o más bien pude aunque para llegar a ti tuviera que esperar todavía 20 años.



poemas de invierno


Un poema de invierno debería ser rápido y conciso como resbalar en un charco helado, caer y quebrarse un hueso. 

Presa fácil

Telón pesado, rojo, concluyente.
Cae en escena como una dádiva celestial ocultando mi vergüenza a un público hostil: todo el público mirando con ojos de cera, lanzándome la caña como si fuera a picar el anzuelo, abriendo la garganta con inocencia gutural.

Para vivir en esta ciudad hay que convertirse en cucaracha

Se consume. El cigarrillo que es mi cuerpo se desgasta al mismo ritmo que crece mi mente. La ceniza me hace morisquetas porque el sol le da en los ojos y revela demasiada verdad. La luz, -rubicunda, despegada, única- revela la anarquía de los fotones en danza. Un auto se desliza, como esquiando, por la calle del Ruido, la calle de la Cosa, la avenida del Deseo y yo duermo sola en un puente sin portón. Orfanato paraísos y cielos huérfanos parapentes. Se abre la gotera, escapo y glup.
Penumbra es volverse todo sombra sobre el pene. Es dormir durante el día al levantarse, salir a la calle, abrir el cajón de la realidad, vestirse con su seda invisible y ser un zombi en la acera de los muertos vivientes. Un zombi más. De vez en cuando alguien lúcido te grita “mira por dónde vas” antes de que te caigas en alguna grieta fina, finísima, que decora el asfalto. La calle es flúor. Tiene colores imposibles, tiene furgones impenetrables, tiene todo menos vida.

Hemisferio sur

La tristeza siempre incluye a tres. No se puede ser uno a lo lejos del resto. Perdiendo o ganando kilómetros se logra que los gritos se vuelvan susurros. El solsticio sin piedad no sabe del solsticio compasivo. No sabe ni es socio de biblioteca alguna. No come pan porque no siembra trigo. Descubre en lo sucio un tintineo derretidor de uñas.