28 junio 2007

Quemando etapas

Hoy es el final de muchas cosas. El final abrupto que llevo cocinando a fuego lento varios años. Podría haber sido diferente, podría haber sido más doloroso o, simplemente, menos triste. Pero las cosas son como son y a veces es mejor no hundir dedos en llagas propias. Hay transiciones que es mejor realizar sin pensar demasiado en ellas. Me espera por delante un día muy largo y quiero dejar constancia de esta sensación de papel en blanco que se extiende ante mi para las próximas 24 horas. Inconclusa, esbozo de verano. Es así como me siento. Inconclusa y contrariada.
Mañana empieza una vida nueva. Siempre una vida mejor. A eso se le llama optimismo; a lo que dejo atrás, pasado.

Me voy de Madrid. ¿Punto y aparte?

21 junio 2007

La muerte de Margarita Barquillo (II)

Si había dos cosas que Juan Argüelles odiaba en este mundo eran, sin duda, uno, el café frío; y dos, las bombonas de oxígeno. Estas manías irrisorias a simple vista, cobraban en la vida de Juan una particular importancia. El café frío no le molestaría tanto si fuera un suceso puntual, por ejemplo, un café frío tomado con prisa en cualquier cafetería normal y corriente del centro. Sin embargo, él tenía la mala suerte de tener que tomarlo frío todos los días, cosa que le ponía de mal humor ya para el resto de la jornada. La culpa de este desafortunado desayuno la tenía Marisa, la camarera de la única cafetería de los alrededores abierta a la hora en que Juan salía de su casa en dirección al trabajo. Nunca se explicó cómo se las apañaba Marisa para olvidarse siempre de calentar la leche antes de servirla en el café. Y mira que se lo había advertido veces, pero nada. Siempre se hacía la distraída y se excusaba con una sonrisa enorme que no encajaba entre las caras pálidas y somnolientas que a esas horas se acercaban a la barra. Juan llegó a pensar que lo hacía aposta y eso era algo que le irritaba aún más, si cabe, que la segunda manía, las bombonas de oxígeno.
Juan era repartidor de bombonas de oxígeno. De enormes, pesadas e interminables bombonas que tenía que transportar diariamente, y a pulso, a domicilio. Las más pequeñas, con una semana de duración, rondaban los 70 kilos. Las más grandes, los 100. Estaba harto de las malditas bombonas. Siempre que llegaba a alguna casa, llamaba por el interfono y, al escuchar el habitual “¿quién es?”, repetía casi sin pensar, “el del oxígeno” de una forma tan patética que hacía tiempo que había perdido su significado. Juan Argüelles era conocido como “el del oxígeno” por un número mayor de gente de la que sabía su nombre y apellidos. La verdad es que estos últimos no eran muchos. Más bien se podría decir que Juan estaba prácticamente solo. No es que eso le importase demasiado ya que él nunca había sido muy sociable, pero, cuando se ponía a pensar en ello, descubría, no sin cierta rabia, que probablemente, si algún día desapareciera del mapa, las únicas personas que le echarían de menos serían aquellas que le conocían con el sobrenombre de un gas. Por eso probablemente seguía acudiendo todos los días a la misma cafetería a pesar del café frío. Al menos, Marisa le llamaba por su nombre.
Las personas a las que solía ir a repartir eran, por lo general, enfermos y ancianos enfermos. Había en particular una clienta a la que Juan odiaba casi tanto como a las malditas bombonas. Su nombre era Margarita Barquillo y, a juzgar por “el del oxígeno”, a simple vista, no tenía pinta de necesitarlo. Era una mujer enjuta, de unos 80 años pero bien conservada, pensaba Juan. No parecía estar mal de salud, al contrario. Tenía una voz desagradable y chillona que simulaba estar obligando continuamente a quien la escuchaba. Además, en vez de la chica joven que trabajaba en la casa, una tímida chica ecuatoriana, siempre era Margarita quien respondía al interfono y le recibía en la puerta. De ningún modo parecía necesitar reposo en la cama a pesar del dolor crónico del pecho y malestares de los que siempre se quejaba a voz en grito, arrastrando unos lastimosos gemidos que Juan ya oía retumbar mientras subía por el ascensor.
“¡Cómo has tardado hoy! A ti no te importaría que me muriera, no. Si es por ti, ya puedo estar aquí agonizando durante toda la mañana”, le espetó un día la Barquillo, o la “vieja asmática”, como la llamaba, quizá por venganza, “el del oxígeno”.
"No sea exagerada, señora, que antes de que eso pase tiene usted aquí en la puerta a toda la comunidad si se les pone a gritar como me grita a mi", le habría gustado responderle. Pero Juan no llegaba nunca a contestar a la vieja asmática de esa forma altiva que tantas veces había imaginado. Se quedaba callado, un tanto cohibido por aquella mujer envuelta en bata de franela rosa que le miraba como si le estuviera perdonando la vida constantemente. Un día de estos, se decía, le respondería como es debido y la pondría en su sitio, sí señor. “Esa mujer necesita que alguien le baje los humos”, pero, por el momento, Juan Argüelles prefería realizar la transacción de bombona-dinero diligentemente para perder lo más pronto posible de vista a Margarita. Simplemente, no se sentía cómodo a su lado. Le recordaba a sor Ignacia, una monja del orfanato en el que se crió. Era una prelada de nariz aguileña coronada por unas pequeñas gafas redondas que se paseaba por el patio de recreo con una inseparable regla de madera en la mano. Fueron muchas las veces que Juan pagó en exceso los arranques de disciplina que tan a la orden del día ejercía la religiosa. Permaneció en el mismo centro hasta los 15 años, y, en ocasiones, achacaba a sor Ignacia su prematura decisión de abandonar los estudios. “Y ahora, tengo que encontrarme todas las semanas, quiera o no, con su hermana gemela, ¡hay que joderse!”, pensaba durante el café frío de los lunes, día de reparto en casa de la vieja asmática.
Vivía en una casa enorme. Debía estar forrada, la tía. Tan sólo había recorrido el pasillo en dirección al dormitorio de Margarita pero se notaba que en esa casa había dinero. Solamente la suma de reliquias y antigüedades podría alcanzar una buena cifra, pensaba mientras, en el traslado de la bombona, dirigía miradas distraídas al mobiliario de la casa. “Y son dos hermanos solteros, así que lo que tengan es todo para ellos, si es que en realidad tienen algo”, cavilaba en ocasiones. Margarita y su hermano parecían estar tan solos en el mundo como él mismo. Y era probable que, tratándose de personas tan mayores, sin descendencia ni amigos, nadie notase su ausencia, si, por cualquier desgraciado infortunio, desaparecieran algún día...

19 junio 2007

La muerte de Margarita Barquillo (I)

Aquella mañana Nereida llegaba tarde a trabajar. Era domingo, apenas las 10 de la mañana y llovía como si la tierra quisiera beberse el agua del cielo de un solo trago. No había nadie por la calle y el paraguas de Nereida bien parecía una balsa de plástico perdida en el asfalto de Madrid. “Mierda de trabajo”, no dejaba de pensar mientras sus pies se dirigían automáticamente hacia la casa donde tenía que ir todos los días desde hacía ya un año y medio.
Se conocía el camino de memoria, casi los pasos exactos desde la boca de metro hasta la puerta de entrada. Sí, la verdad es que el trabajo, decían sus compañeras de piso, no estaba nada mal. Claro, ellas no sabían nada aparte del simple hecho de que cuidaba a una mujer de 79 años y su hermano de 83. Los dos solteros, los dos mayores. Y ella les hacía de madre, según bromeaban sus compañeras. Según Nereida, en realidad les hacía de criada. Cómo odiaba a esa mujer, sus gritos imperativos, sus desdenes. La altanería de señorona que, aunque ahora vieja y caída en desgracia, nunca desparecía. Ese rictus rancio de clase alta que aún permanecía en su rostro, del mismo modo que todavía impregnaba las paredes de papel macilento de la casa, despidiendo olor a soledad y pasado.
Habían sido una familia importante los Barquillo. Allá por los años de posguerra, el padre de Margarita y José Barquillo reunió una considerable suma de dinero gracias al estraperlo y fue con esa cantidad que se compró el piso en Chamberí, en el centro de Madrid. Sacó a su familia del pequeño pueblo toledano y se fue rumbo triunfante a la gran ciudad en un lujoso coche que había alquilado expresamente para la ocasión. Al cabo de los años, había reunido una gran fortuna que heredaron intacta ambos hermanos. Y como los dos eran solteros, y de “poco gastar” según la propia Margarita, Nereida sospechó durante mucho tiempo que la suculenta cuenta de los Barquillo debía estar bien guarecida en las arcas de algún banco. Sin embargo, una noche de tantas que a José le daba por inclinar demasiado el codo y recordar tiempos mozos, este le confesó que la herencia no estaba encerrada en ningún banco. “A Margarita nunca le dieron confianza todas esas urracas de cuello blanco”, balbuceaba mientras apuraba el wiskhy con hielo. “Siempre dijo que donde mejor estaría el dinero sería cerca de ella, en la casa que la vio nacer”. Desde aquel día, Nereida se preguntaba en qué parte de la casa habría guardado la vieja bruja la fortuna familiar.
Margarita Barquillo nunca había tenido amigos, ni novios, ni amantes. Sólo un hermano alcohólico y despreocupado del que cuidar, aunque realmente nunca ejerció el papel de hermana abnegada que ella recalcaba siempre que tenía la ocasión. La única persona de la que se había preocupado en toda su vida era ella misma, pensaba Nereida para sus adentros cada vez que a la Barquillo le daba por ir de madre Teresa. Si hay que ser jueces de esta historia, nadie negaría que la pobre Nereida era demasiado buena para los dos hermanos. Algunas veces, mientras Margarita, voz en grito, le ordenaba planchar mejor las camisas de José, Nereida pensaba bajito en si los vecinos estarían escuchando las órdenes tan estridentemente como ella. Era de Ecuador, tenía 23 años y un peso grande en el pecho que no se iría sino con los papeles y el posterior abandono de la casa de los Barquillo. Pero de momento tenía que aguantar, o al menos, eso creía ella inocentemente. Muchas noches soñaba con matarla. A José le dejaría en paz. No soportaba la visión de su baba cayendo mientras le daba de comer, ni su olor a alcohol rancio, pero, a pesar de todo, ambos tenían una cosa en común: odiaban a Margarita. Sin embargo, a ella, pensaba Nereida en sueños, la mataría sin remordimientos una y otra vez. ¿Quién la iba a echar de menos? Nadie. Ni siquiera su hermano, de eso Nereida estaba bien segura. Le clavaría el cuchillo de cocina tantas veces como hiciera falta para que esa maldita vieja dejase de gritar y de comportarse como la dueña del mundo. Había días en los que realmente no podía más. Y ese domingo, bendito domingo, era uno de esos días.

17 junio 2007

indiferencia

me da igual pintar los colores porque la lluvia puede con todo,
puede con todo y los borra a medida que los pinto
los arrastra calle abajo formando charcos de crema

la lluvia puede con todo
con mi ínclita sonrisa de grapas, con las pisadas solitarias del metro,
puede con este palpitar que ni siquiera es mío
con las palabras que sólo se piensan, con aquellas que jamás decimos

me da igual este arco iris que no termina de descansar en el cielo
nube a nube cayendo espesa, vomita la lluvia sobre el pelo mojado
y me da igual porque no me importa el reposo, porque mato el conformismo
porque puedo caminar sólo si quiero para después decir que lloví descalza

no me importas tú ni el diluvio que te anuncia
no me importas tú ni las disculpas desbordadas
desde el principio de un nuevo vacío, marco el fin de los amores tormenta

14 junio 2007

extirpar

La confianza es débil de horas, pálida que me envidia y cierra la puerta al reposo de los latidos
La confianza se quiebra desde el vientre, sembrando castigo para curiosas sin remedio, deshaciéndose, tan rápida, tan juez del que llora

Desconfío de la certeza que regalan los minutos
De las emociones en rebajas prometiendo sin cartera
Desconfío desde la sangre que me aconseja anciana
Que me exige de inmediato una matanza,
Un doliente genocidio de ilusiones

07 junio 2007

Re-cortada

Atalaya llegó a casa y cerró la puerta de golpe, como queriendo dejar fuera con aire indolente todo lo que tuviera que ver con el exterior. Lanzó el sombrero al sofá de la entrada y, de camino a la cocina, decidió dejar de pensar durante esa noche.

En la calle hacía frío. Una temperatura poco corriente para principios de septiembre. Mientras abría la nevera, Atalaya recordó la voz del hombre del tiempo el día anterior anunciando una ola de frío. Se encogió de hombros y abrió el brick de zumo de melocotón y uva del Día. “Por mi como si graniza: no pienso salir...”. Eran sólo las 9 de la noche, estaba sola en casa y lo único que le apetecía de veras era comer chucherías y ver una peli... Sonaba tan típico que le entraron ganas de llorar.

A Atalaya le gustan las gominolas rojas. No sabe porqué, pero solamente le gustan rojas. Es consciente de que todo es cuestión de colorante, pero no puede evitar sentir un sabor diferente si se lleva a la boca una gominola que sea de otro color. El verde, por ejemplo, siempre le sabe a manzana; el azul, a piña... Un día decidió que el rojo era el que más le gustaba de todos. Según Atalaya, es el que sabe a más cosas a la vez. Así que, para iniciar su tranquila noche de viernes, bajó a la calle dispuesta a comprar una bolsa repleta de deliciosos dulces rojos. De pequeña, la primera vez que escuchó la expresión “endulzar la vida”, lo creyó tan literalmente, que está convencida de que eso sólo se consigue espolvoreando azúcar regularmente por la cabeza o, en su defecto, comiendo gominolas rojas. Si siempre le había funcionado, esta vez no podía fallar.

En ese mismo momento, una motocicleta azul está esperando a que cambie el color del semáforo en la calle Ríos Rosas. En cuestión de segundos, esa misma motocicleta girará hacia la derecha por Ponzano y en el paso de peatones atropellará a Atalaya Sinabrigo. El momento del siniestro sucede, exactamente, a las 21.04, según advertirá más tarde al SAMUR una pareja de ancianos que paseaban a su perrito por la calle. “Pobre chica, se quedó allí tirada como muerta”, se lamentaba la viejecita mientras acariciaba al animal.

05 junio 2007

historia de una noche

Aquella piel sabía a limón, recordó mientras terminaba el café. Hacía ya varios meses que no le veía, pero siempre que evocaba esos días que pasaron juntos le venía a la cabeza el sabor de su cuello. Tenía la piel suave. Aunque quería volverle a ver, nunca se atrevió a llamar tras la despedida. ¿Para qué? Apenas hablaron ni intimaron como se supone que hacen dos personas encerradas en una cama durante una semana. No compartieron secretos, ni descubrieron aficiones comunes. Lo suyo fue puramente sexual y ella lo supo muy bien desde el principio.
Cogió la mochila y salió a la calle. Había quedado en el dos de mayo con Clara y llegaba tarde así que decidió entrar en el metro. Como tenía 3 paradas por delante sacó un libro y se puso a leer. Odia los momentos muertos en el tren. Al salir a la calle recibió un mensaje. Era de su amiga. Se había encontrado con Marcos en el parque y lo sentía mucho pero se iba a ir con él porque tenían mil cosas que aclarar. Miró el reloj. Eran sólo las 10.30 y en la salida del metro de Tribunal ya había gente esperando. "Todo el mundo queda aquí" pensó mientras miraba a los grupos de jóvenes con las típicas bolsas del súper llenas de calimocho. La calle estaba bastante llena. No reconoció a nadie y siguió camino del dos de mayo, "aunque sea por darme un paseo", pensó.
Fue bajando la calle la Palma cuando le vió. Estaba dentro de un bar, sentado en una mesa que daba a la ventana... sólo. Se puso nerviosa y se paró en seco. Como tardaba demasiado en decidirse a entrar, estuvo a punto de dar media vuelta, porque no soporta enfrentarse a este tipo de situaciones sin espontaneidad. Terminó entrando. Al fin y al cabo, no iba a dejar pasar la oportunidad.
Él era muy tímido y no se dijeron gran cosa el uno al otro. Se limitaron a mirarse con una sonrisa estúpida en los labios y, después de una cerveza, se fueron a esconder a otro bar con bastante más ruido y menos luz. Fue entonces cuando comenzó el juego en el que él se esconde y ella le llama. Cayeron caricias derretidas, bailaban cada vez más cerca. Al cabo de unas horas estaban tan borrachos y había pasado tanto tiempo, que ella no recordaba bien el camino hasta su casa cuando cerraron el garito y salieron a la calle. Lo que sí recordó una vez en ella fue el tacto de su espalda, el olor de su cuello. Tras todos esos meses no había olvidado la presión exacta que sus manos, fuertes y amplias, ejercían sobre su cadera, ni esa forma de follar que le hace irresistible, ni los ojos azules de naúfrago. Más tarde, mientrás él dormía, se dedicó a memorizar su cuerpo, blanco y perfecto. Aprendió las líneas y curvas, excitántemente exactas que bordean su torso y aspiró el borde de sus labios, rozándolos levemente con la lengua.
A la mañana siguiente ella le besó con un beso de despedida que contenía todos los besos inventados. Se lo dió despacio pero sólo le dió uno. Era un beso triste. Quién sabe cuándo se volverán a ver.

estoy megalcohólica


Retornar a la melancolía siempre es dulce. El camino de vuelta se hace cada vez más familiar mientras la sensación de nube se apodera del espíritu. Pero la dulzura que transmite la melancolía no sabe a caramelo. Es una dulzura espesa y se agarra al estómago con fuerza. Su poder es tan intenso, que anega el paladar y prohíbe otros sabores mientras permanece en él. Qué camino tan interesante el recorrerse a una misma. Camino de ida y vuelta.


me gusta bajar al Hades de puntillas para prenderme en los ojos una fugaz mecha de pena
después robar la cama, ser princesa de sólo un cuento, abrirme a las dudas con rabia
y pasear por las ventanas que acecho, asomándome al balcón del deseo como quien mira el mar en un cuadro,
sentirme pequeña de regaliz cada vez que pierdo la mirada en las vías...
me gusta aprenderme de memoria el ciclo imperfecto, aquel en el que siempre termino herida y el mismo en el que hiero
matando, inocente, corazones con las manos
y saberme errante camino al Hades
con un puñal de melancolía arañando el pecho