21 junio 2007

La muerte de Margarita Barquillo (II)

Si había dos cosas que Juan Argüelles odiaba en este mundo eran, sin duda, uno, el café frío; y dos, las bombonas de oxígeno. Estas manías irrisorias a simple vista, cobraban en la vida de Juan una particular importancia. El café frío no le molestaría tanto si fuera un suceso puntual, por ejemplo, un café frío tomado con prisa en cualquier cafetería normal y corriente del centro. Sin embargo, él tenía la mala suerte de tener que tomarlo frío todos los días, cosa que le ponía de mal humor ya para el resto de la jornada. La culpa de este desafortunado desayuno la tenía Marisa, la camarera de la única cafetería de los alrededores abierta a la hora en que Juan salía de su casa en dirección al trabajo. Nunca se explicó cómo se las apañaba Marisa para olvidarse siempre de calentar la leche antes de servirla en el café. Y mira que se lo había advertido veces, pero nada. Siempre se hacía la distraída y se excusaba con una sonrisa enorme que no encajaba entre las caras pálidas y somnolientas que a esas horas se acercaban a la barra. Juan llegó a pensar que lo hacía aposta y eso era algo que le irritaba aún más, si cabe, que la segunda manía, las bombonas de oxígeno.
Juan era repartidor de bombonas de oxígeno. De enormes, pesadas e interminables bombonas que tenía que transportar diariamente, y a pulso, a domicilio. Las más pequeñas, con una semana de duración, rondaban los 70 kilos. Las más grandes, los 100. Estaba harto de las malditas bombonas. Siempre que llegaba a alguna casa, llamaba por el interfono y, al escuchar el habitual “¿quién es?”, repetía casi sin pensar, “el del oxígeno” de una forma tan patética que hacía tiempo que había perdido su significado. Juan Argüelles era conocido como “el del oxígeno” por un número mayor de gente de la que sabía su nombre y apellidos. La verdad es que estos últimos no eran muchos. Más bien se podría decir que Juan estaba prácticamente solo. No es que eso le importase demasiado ya que él nunca había sido muy sociable, pero, cuando se ponía a pensar en ello, descubría, no sin cierta rabia, que probablemente, si algún día desapareciera del mapa, las únicas personas que le echarían de menos serían aquellas que le conocían con el sobrenombre de un gas. Por eso probablemente seguía acudiendo todos los días a la misma cafetería a pesar del café frío. Al menos, Marisa le llamaba por su nombre.
Las personas a las que solía ir a repartir eran, por lo general, enfermos y ancianos enfermos. Había en particular una clienta a la que Juan odiaba casi tanto como a las malditas bombonas. Su nombre era Margarita Barquillo y, a juzgar por “el del oxígeno”, a simple vista, no tenía pinta de necesitarlo. Era una mujer enjuta, de unos 80 años pero bien conservada, pensaba Juan. No parecía estar mal de salud, al contrario. Tenía una voz desagradable y chillona que simulaba estar obligando continuamente a quien la escuchaba. Además, en vez de la chica joven que trabajaba en la casa, una tímida chica ecuatoriana, siempre era Margarita quien respondía al interfono y le recibía en la puerta. De ningún modo parecía necesitar reposo en la cama a pesar del dolor crónico del pecho y malestares de los que siempre se quejaba a voz en grito, arrastrando unos lastimosos gemidos que Juan ya oía retumbar mientras subía por el ascensor.
“¡Cómo has tardado hoy! A ti no te importaría que me muriera, no. Si es por ti, ya puedo estar aquí agonizando durante toda la mañana”, le espetó un día la Barquillo, o la “vieja asmática”, como la llamaba, quizá por venganza, “el del oxígeno”.
"No sea exagerada, señora, que antes de que eso pase tiene usted aquí en la puerta a toda la comunidad si se les pone a gritar como me grita a mi", le habría gustado responderle. Pero Juan no llegaba nunca a contestar a la vieja asmática de esa forma altiva que tantas veces había imaginado. Se quedaba callado, un tanto cohibido por aquella mujer envuelta en bata de franela rosa que le miraba como si le estuviera perdonando la vida constantemente. Un día de estos, se decía, le respondería como es debido y la pondría en su sitio, sí señor. “Esa mujer necesita que alguien le baje los humos”, pero, por el momento, Juan Argüelles prefería realizar la transacción de bombona-dinero diligentemente para perder lo más pronto posible de vista a Margarita. Simplemente, no se sentía cómodo a su lado. Le recordaba a sor Ignacia, una monja del orfanato en el que se crió. Era una prelada de nariz aguileña coronada por unas pequeñas gafas redondas que se paseaba por el patio de recreo con una inseparable regla de madera en la mano. Fueron muchas las veces que Juan pagó en exceso los arranques de disciplina que tan a la orden del día ejercía la religiosa. Permaneció en el mismo centro hasta los 15 años, y, en ocasiones, achacaba a sor Ignacia su prematura decisión de abandonar los estudios. “Y ahora, tengo que encontrarme todas las semanas, quiera o no, con su hermana gemela, ¡hay que joderse!”, pensaba durante el café frío de los lunes, día de reparto en casa de la vieja asmática.
Vivía en una casa enorme. Debía estar forrada, la tía. Tan sólo había recorrido el pasillo en dirección al dormitorio de Margarita pero se notaba que en esa casa había dinero. Solamente la suma de reliquias y antigüedades podría alcanzar una buena cifra, pensaba mientras, en el traslado de la bombona, dirigía miradas distraídas al mobiliario de la casa. “Y son dos hermanos solteros, así que lo que tengan es todo para ellos, si es que en realidad tienen algo”, cavilaba en ocasiones. Margarita y su hermano parecían estar tan solos en el mundo como él mismo. Y era probable que, tratándose de personas tan mayores, sin descendencia ni amigos, nadie notase su ausencia, si, por cualquier desgraciado infortunio, desaparecieran algún día...

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