19 junio 2007

La muerte de Margarita Barquillo (I)

Aquella mañana Nereida llegaba tarde a trabajar. Era domingo, apenas las 10 de la mañana y llovía como si la tierra quisiera beberse el agua del cielo de un solo trago. No había nadie por la calle y el paraguas de Nereida bien parecía una balsa de plástico perdida en el asfalto de Madrid. “Mierda de trabajo”, no dejaba de pensar mientras sus pies se dirigían automáticamente hacia la casa donde tenía que ir todos los días desde hacía ya un año y medio.
Se conocía el camino de memoria, casi los pasos exactos desde la boca de metro hasta la puerta de entrada. Sí, la verdad es que el trabajo, decían sus compañeras de piso, no estaba nada mal. Claro, ellas no sabían nada aparte del simple hecho de que cuidaba a una mujer de 79 años y su hermano de 83. Los dos solteros, los dos mayores. Y ella les hacía de madre, según bromeaban sus compañeras. Según Nereida, en realidad les hacía de criada. Cómo odiaba a esa mujer, sus gritos imperativos, sus desdenes. La altanería de señorona que, aunque ahora vieja y caída en desgracia, nunca desparecía. Ese rictus rancio de clase alta que aún permanecía en su rostro, del mismo modo que todavía impregnaba las paredes de papel macilento de la casa, despidiendo olor a soledad y pasado.
Habían sido una familia importante los Barquillo. Allá por los años de posguerra, el padre de Margarita y José Barquillo reunió una considerable suma de dinero gracias al estraperlo y fue con esa cantidad que se compró el piso en Chamberí, en el centro de Madrid. Sacó a su familia del pequeño pueblo toledano y se fue rumbo triunfante a la gran ciudad en un lujoso coche que había alquilado expresamente para la ocasión. Al cabo de los años, había reunido una gran fortuna que heredaron intacta ambos hermanos. Y como los dos eran solteros, y de “poco gastar” según la propia Margarita, Nereida sospechó durante mucho tiempo que la suculenta cuenta de los Barquillo debía estar bien guarecida en las arcas de algún banco. Sin embargo, una noche de tantas que a José le daba por inclinar demasiado el codo y recordar tiempos mozos, este le confesó que la herencia no estaba encerrada en ningún banco. “A Margarita nunca le dieron confianza todas esas urracas de cuello blanco”, balbuceaba mientras apuraba el wiskhy con hielo. “Siempre dijo que donde mejor estaría el dinero sería cerca de ella, en la casa que la vio nacer”. Desde aquel día, Nereida se preguntaba en qué parte de la casa habría guardado la vieja bruja la fortuna familiar.
Margarita Barquillo nunca había tenido amigos, ni novios, ni amantes. Sólo un hermano alcohólico y despreocupado del que cuidar, aunque realmente nunca ejerció el papel de hermana abnegada que ella recalcaba siempre que tenía la ocasión. La única persona de la que se había preocupado en toda su vida era ella misma, pensaba Nereida para sus adentros cada vez que a la Barquillo le daba por ir de madre Teresa. Si hay que ser jueces de esta historia, nadie negaría que la pobre Nereida era demasiado buena para los dos hermanos. Algunas veces, mientras Margarita, voz en grito, le ordenaba planchar mejor las camisas de José, Nereida pensaba bajito en si los vecinos estarían escuchando las órdenes tan estridentemente como ella. Era de Ecuador, tenía 23 años y un peso grande en el pecho que no se iría sino con los papeles y el posterior abandono de la casa de los Barquillo. Pero de momento tenía que aguantar, o al menos, eso creía ella inocentemente. Muchas noches soñaba con matarla. A José le dejaría en paz. No soportaba la visión de su baba cayendo mientras le daba de comer, ni su olor a alcohol rancio, pero, a pesar de todo, ambos tenían una cosa en común: odiaban a Margarita. Sin embargo, a ella, pensaba Nereida en sueños, la mataría sin remordimientos una y otra vez. ¿Quién la iba a echar de menos? Nadie. Ni siquiera su hermano, de eso Nereida estaba bien segura. Le clavaría el cuchillo de cocina tantas veces como hiciera falta para que esa maldita vieja dejase de gritar y de comportarse como la dueña del mundo. Había días en los que realmente no podía más. Y ese domingo, bendito domingo, era uno de esos días.

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