03 octubre 2010

en sintonía

La frecuencia de la tierra es menor que la del asfalto. Por eso en la naturaleza nos sentimos más tranquilos, más conectados con nuestro ritmo cardíaco. Por eso, tras un paseo por la montaña o la playa, cualquier suelo que no sea artificial, podemos sentirnos serenos. Mirar arriba y abajo y decir que son lo mismo. Encontrar el todo en la pluralidad del ser. Cuando estamos en mitad de algo puro y palpitante como la tierra descubrimos la resonancia de lo esencial. Nos convertimos en radiotransmisores que, de repente, comienzan a sonar nitidamente, como si llevásemos largo tiempo tratando de sintonizar con nosotros mismos sin lograrlo, dando vueltas y vueltas a las ruedas del complejo mecanismo interno que nos paraliza. El contacto con Ella nos devuelve la voz.
En realidad, esa alegoría de los transmisores podemos trasladarla a cualquier experiencia vital, especialmente, a las relaciones humanas. Cada uno tenemos una onda diferente, vibramos de forma distinta. Cada uno tiene su frecuencia, su intensidad y su forma y si te fijas bien, en mitad de una calle abarrotada, pongamos que hablo por ejemplo de Portal del Ángel, en pleno corazón de Barcelona, el vaivén de cuerpos sutiles bien parece un concierto desafinado. Muchos gritan sus sonidos internos, otros susurran. Hay quien tararea con maestría y quizá otros optan por sepultar su sinfonía personal. Todos nosotros somos una particular onda sonora. A veces, de forma espontánea, sucede algo bello y fascinante: confluimos en un coro en el que nuestras voces se acoplan a la perfección. Es entonces cuando podemos decir aquello de “he encontrado mi sitio”.

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